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Entrevista a José Javier Rodríguez

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“Me gusta que la gente mire lo común de otra forma”

En tiempos tan convulsos como los que corren, donde la polarización poco a poco erosiona la convivencia, es necesario reivindicar aquellas herramientas que tienden puentes y acercan a los ciudadanos. La cultura, sin lugar a dudas, es una de las piezas fundamentales para lograr esa cohesión. Como si de un cemento se tratara, su función es la de unir bloques individuales y dotarles de una identidad común. En los municipios, donde las historias se cruzan a pie de calle, la cultura acaba siendo una forma de identidad colectiva. Cada taller, cada exposición, cada concierto o clase impartida es una pieza más del relato que somos.

En Valdemoro, ese hilo cultural ha acompañado a generaciones, y artistas como José Javier Rodríguez lo mantienen vivo en el entorno de la creación y la enseñanza. Aunque originario de Salamanca, su historia está profundamente ligada a Valdemoro, donde creció, estudió y dio sus primeros pasos como artista. Licenciado en Bellas Artes y con formación en música, ha desarrollado una trayectoria amplia que combina técnica, sensibilidad y una mirada muy particular hacia lo cotidiano. Desde sus comienzos en la Universidad Popular de Valdemoro —cantera de artistas que durante décadas ha sido punto de encuentro de generaciones— hasta sus exposiciones en distintos rincones de España y del extranjero, su obra ha ido evolucionando hacia una mirada de lo pequeño, de lo simbólico, lo que a menudo pasa desapercibido.

Durante casi dos meses, Javier ha estado en el Centro Cultural Juan Prado con su exposición «Más allá de lo visible. El arte de mirar distinto», con la que el pintor invita al espectador a detenerse y volver a mirar. A mirar, pero de verdad.

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Naciste en Salamanca, pero tu trayectoria artística está muy ligada a Valdemoro. ¿Cómo llegas al municipio y qué papel ha tenido en tu vida y en tu desarrollo como artista?

Sí, nací en Salamanca, pero estuve allí solo un año. Mi padre era guardia civil y le destinaron al País Vasco. Vivimos diez años en Bilbao, donde mi madre trabajaba como maestra, en una época difícil, con mucha tensión. Cuando se produjo un atentado muy grave, a mi padre le concedieron el traslado y acabamos en Valdemoro. Llegamos en 1980, yo tenía once años. Podía parecer un cambio a menos, pasar de una gran ciudad a un pueblo pequeño, pero fue justo lo contrario. Aquí se abrieron mis horizontes, mi vida social aumentó mucho y el pueblo era un entorno tranquilo, ideal para la diversión de un niño. Sí es cierto que a nuestra llegada echamos en falta infraestructuras como un conservatorio de música. Teníamos que ir a examinarnos a Madrid o a Salamanca.

Fuiste uno de los testigos del desarrollo cultural de la localidad ¿Qué recuerdos tienes de aquellos primeros años en la Universidad Popular de Valdemoro?

Tengo recuerdos muy buenos. Empecé con unos quince años, con Antonio Gabaldón. Era un profesor con mucha vocación, de los que te contagian las ganas de pintar. Aprendí de todo: técnica, teoría del color, composición… y también el valor del grupo. Éramos pocos, pero había un ambiente precioso, gente que no tenía formación concreta en arte pero que tenía muchas ganas de pintar. Todos aprendíamos unos de otros. Allí conocí a gente que todavía hoy sigue pintando. Fue como una escuela de vida. De hecho, lo que aprendí con Gabaldón me sirvió de base cuando entré en Bellas Artes.

¿Qué ha supuesto la Universidad Popular de Valdemoro para ti?

Es un espacio fundamental, un punto de encuentro cultural que ha sido clave en mi formación. Pero también creo que atraviesa un momento delicado. Antes había una ilusión tremenda, un ambiente de creación constante, de intercambio. Ahora se nota que se ha perdido un poco ese espíritu, que falta apoyo institucional. Aun así, sigue habiendo profesionales con un potencial enorme, como Cristina Martínez, con un dominio impresionante de la cerámica y de la que aprendo cada día, con ganas de transmitir. Y eso es lo que mantiene viva la llama.

¿Qué intereses o referentes han ido forjando tu estilo?

No tengo una lista cerrada. Me gusta ver de todo: pintura, escultura, música, arte contemporáneo, clásico… De cada uno cojo algo. Soy muy curioso. Sí es cierto que me siento muy cercano al realismo, pero no a ese realismo que copia la realidad sin más, sino a otro más simbólico, que busca lo que hay detrás. Me interesa la emoción, lo que sugiere una imagen más allá de lo que representa.

Te has mantenido fiel al realismo, un estilo que a menudo se considera clásico, pero que tú reinterpretas con una mirada muy contemporánea. ¿Cómo lo has abordado?

Desde el principio supe que quería pintar realismo. En la facultad te obligaban a probar de todo —abstracto, surrealista, expresionista—, pero siempre volvía al realismo. Durante mucho tiempo ha sido un estilo incomprendido, incluso menospreciado, pero yo he seguido ahí, buscando nuevos enfoques: los reflejos, los cristales, los paisajes urbanos. Me interesa mucho cómo la luz transforma las cosas, cómo los reflejos generan otras realidades.

En la crítica de Ruth Lillo sobre tu última exposición se habla de «realismo simbólico». ¿Cómo interpretas ese concepto?

Es el realismo que busca otra lectura de las cosas. No me interesa solo pintar un objeto, sino descubrir qué puede representar, qué historia puede contar. Por ejemplo, un chupete no es solo un objeto, hay muchas más cosas detrás de él, y más dependiendo del contexto en el que se representa; hay una historia, un personaje, un momento dado, es el inicio de algo importante. Me gusta jugar con eso, con los significados que se esconden detrás de lo cotidiano.

¿Cómo surge esa forma de mirar lo común?

Ha sido un proceso. Empecé haciendo cuadros de paisajes y como si de un proceso de decantación se tratase, he ido poco a poco poniendo el foco en elementos más concretos dentro de esas grandes composiciones. Siempre me ha fascinado la idea de que cualquier cosa, por pequeña que sea, puede tener muchas lecturas. A veces encuentro un objeto, por ejemplo en un mercadillo, y pienso: «Aquí hay algo más, hay una forma diferente de verlo, ¿qué puede haber detrás de él?». O cojo algo que tengo en casa y lo miro de otro modo. Me gusta darles otra vida, otro sentido, jugar con la simbología, con lo que no se ve a simple vista.

Has participado en exposiciones nacionales e internacionales de Corea del Sur a Estrasburgo. ¿Qué te ha aportado esa proyección fuera de España?

Las exposiciones nacionales me gustan más, puedes estar presente en ellas, hablar con la gente, escuchar lo que opinan. A veces voy sin decir que soy el autor, solo para ver y oír las reacciones. Me gusta ese juego, ese contacto directo. Fuera de España es distinto. Hay mucha parte económica y eso a veces resta relevancia al propio arte. He expuesto en ferias internacionales con la Galería Gaudí, o con la portuguesa Geraldes da Silva, y las experiencias han sido buenas, pero lo que más me llena sigue siendo el trato humano, el diálogo con quien mira la obra.

¿Cómo es tu relación con el espectador? ¿Pintas para él o pintas para ti?

Pinto para mí. Tengo la suerte de no depender de la venta de cuadros, porque trabajo en un centro de educación secundaria, dando clases de Plástica, Historia y Música. Eso me da libertad. Pinto lo que siento, sin pensar si se va a vender o no.

¿Crees que el arte tiene la función de revelar lo que normalmente pasa desapercibido?

Sí, totalmente. El arte tiene esa capacidad de detener el tiempo. Vivimos rodeados de imágenes, pero apenas las miramos. Pasamos de una a otra sin pensar. A mí me gusta que una pintura te obligue a parar, que te diga algo, que te haga pensar, aunque sea solo un momento. El arte tiene que generar reflexión, no solo decoración.

Tu última exposición, «s allá de lo visible. El arte de mirar distinto», se ha presentado en el Centro Cultural Juan Prado. ¿Qué mensaje querías transmitir con ella?

Quería dar protagonismo a lo más sencillo del mundo. Mostrar que también en lo cotidiano hay belleza. Dentro de la exposición hay una sección de arte urbano en la que muestro fragmentos de ciudades: rincones, reflejos, detalles que solemos pasar por alto. Es una invitación a mirar con otros ojos. Vivimos deprisa y ya casi no miramos nada. Pues mi idea era justo lo contrario: detenerse, mirar despacio, redescubrir, sentir, buscar la belleza en lo cotidiano…

La escultura también es parte de tu obra. ¿Qué te aporta esta disciplina?

Trabajo sobre todo con barro, óxidos, engobes… Tiene algo mágico, porque en el proceso de creación nunca sabes exactamente cómo van a salir las piezas del horno. Es muy distinto a la pintura. En el lienzo controlas todo; en la escultura hay un punto de azar, de sorpresa. Eso me gusta mucho, porque me obliga a soltar el control, a dejar que la materia también hable.

¿Sientes que Valdemoro te ha acompañado en tu evolución artística?

Sí, sobre todo al principio. El Centro Cultural Juan Prado me ha apoyado mucho y personas como Mercedes Prado, que desde la concejalía de Cultura siempre ha apostado por los artistas locales. Quizá echo en falta más implicación institucional. Hay mucho talento en el municipio, pero falta continuidad, más espacios donde exponer, más proyectos que mantengan viva la cultura.

Después de tantos años de trayectoria, ¿cómo ha evolucionado tu manera de entender el arte?

Sobre todo en conocimiento. Ahora, cuando veo una exposición o una obra, no me quedo solo con lo que se ve. Me gusta investigar antes quién lo ha hecho, por qué, en qué época, en qué contexto. Es también un defecto profesional por trabajar como profesor de historia. Además, también he cambiado en la forma de mirar. Antes me interesaban más las obras grandes, los paisajes amplios, y con el tiempo he ido cerrando el foco, centrándome en cosas más concretas, más pequeñas. En lo esencial, digamos.

¿Qué papel crees que debe tener el arte en un mundo tan rápido y digitalizado?

El arte tiene que ser un refugio. Vivimos en una época en la que todo pasa a una velocidad tremenda, donde las imágenes se consumen y se olvidan. Por eso defiendo el arte físico, el que puedes ver, tocar, sentir. En internet las obras pierden su esencia: la luz, la textura, la escala. Hay que recuperar lo tangible, lo que te hace detenerte, mirar, sentir, pensar.

¿Qué proyectos tienes en mente después de esta exposición?

Seguir trabajando en las dos series que tengo abiertas y desarrollarlas más a fondo, por separado. En estos momentos tengo muchas ideas preparadas para darles forma en los lienzos o a través de la escultura. También hay varios proyectos para exponer la obra en otros espacios fuera de Valdemoro.

A lo largo de la conversación con José Javier Rodríguez se desprende una y otra vez la idea de mirar distinto. De detenerse, de observar lo pequeño, lo que está ahí todos los días y pasa desapercibido. Su trabajo es un recordatorio de que el arte no está solo en los museos ni en las galerías, sino también en los rincones cotidianos: en una cuerda, en un reflejo, en un juguete antiguo. La charla también es una llamada a cuidar lo que hace posible que todo eso exista: la cultura. Porque sin espacios como la Universidad Popular o el Centro Cultural Juan Prado, sin el apoyo a los creadores locales, Valdemoro perdería una parte de sí misma. El arte hay que moverlo, compartirlo, mantenerlo vivo. Y eso, en los tiempos que corren, es casi una forma de resistencia.

Texto: Sergio García Otero

Fotografía: NCuadreS

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