
Experimentemos. Antes de leer esta entrevista, vayan a YouTube y busquen «Yanni – Live! The Concert Event 2006» (https://www.youtube.com/watch?v=6B-RUFOYfY8&t=159s). Pónganlo a un volumen medio para que, sin molestarles en la lectura, forme parte de esta experiencia. Esta es la música que Khalid Al Dieri Al Akeel escuchaba en sus momentos de soledad durante los dieciocho meses que pasó en la cárcel de Alepo. ¿Están listos? ¿Ya suenan las percusiones? Si es así, ya pueden comenzar a leer.
El 30 julio de 2007 me encontraba en medio de una de las tres encrucijadas más importantes de toda mi vida. Todavía estoy pagando por el camino que elegí. Ese mismo día, mis amigos David y Alicia, junto a Pablo y Noemí, se disponían a emprender un viaje combinado por Jordania y Siria. Volaron a Amman, la capital jordana, pero salieron inmediatamente hacia Damasco para comenzar su viaje en Siria. A pesar de que, en mayo de 2002, John Bolton, subsecretario de Estado de los Estados Unidos, había incluido a Siria, Cuba y Libia en el eje del mal, junto a los tres países iniciales (Irak, Irán y Corea del Norte), el país sirio gozaba, al mismo tiempo, de cierto aperturismo hacia Occidente. En el año 2000, Bashar al-Ásad había heredado la presidencia del gobierno sirio que su padre había conseguido por medio de un golpe de Estado en 1970 y, durante la primera década del tercer milenio, buscaba inversiones extranjeras y la incorporación del país a los circuitos turísticos que lideraba Egipto.

Su idea no era descabellada: muy posiblemente, antes de 2011, cuando estalló la guerra civil, Siria conservaba uno de los patrimonios históricos más ricos del planeta: Palmira, en pleno centro del país, declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO, es una de las ciudades con más historia del mundo antiguo; Alepo, la ciudad más poblada de Siria, monumental, con una historia de cerca de cuatro mil años, también Patrimonio de la Humanidad; el teatro romano de Bosra, construido en el segundo cuarto del siglo II, es el teatro más grande, más completo y mejor preservado de todos los teatros romanos en el Oriente Medio y fue uno de los teatros más grandes construidos en el mundo romano; la Mezquita de la Sayyídah Záynab, a las afueras de Damasco, donde está enterrada la nieta de Mahoma; el Crac de los Caballeros, castillo medieval que fue la sede central de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén en territorio sirio durante la época de las cruzadas…
El 30 de julio de 2007, Khalid Al Dieri Al Akeel, el protagonista de esta entrevista, estaba a punto de cumplir dieciséis años y pasaba el verano trabajando para una empresa de mensajería y paquetería en su ciudad natal. Todavía es habitual en Siria poner a trabajar a los adolescentes para que tomen responsabilidad y aprendan un oficio. A Khalid le quedaba un año más en el instituto, pues, durante la escuela primaria, había pasado de cuarto a sexto en menos de un año, debido a su precocidad cognitiva. Ahora, a sus 33 años, Khalid regenta un restaurante, el Black Forest, en Valdemoro desde el primer trimestre de 2024.
¿De dónde viene Khalid Al Dieri Al Akeel?
Nací en Siria, en una población llamada Al-Shaykh Maskin, a unos 23 kilómetros al norte de la ciudad de Daraa, muy cerca de la frontera con Jordania y de los famosos Altos del Golán. En el año 2004, mi ciudad tenía unos 24 000 habitantes. Nací en mi casa de las manos de mi tía, la hermana de mi padre. Era el 2 de septiembre de 1991, pero, debido al sistema de inscripción en el Registro, en mi documento de identidad consta que nací el 10 de noviembre. Reyad, mi padre, era profesor de filosofía y Elham, mi madre, profesora de inglés. Soy el mayor de mis hermanos. Éramos ocho, tres hermanos y cinco hermanas hasta que el año pasado murió mi hermano Mohamad, de 16 años, debido al conflicto bélico que asola mi país. Mi papá trabaja ahora en una empresa de postres, en Kuwait, y una de mis hermanas vive en Alemania. El resto de mi familia sigue en Siria.
¿Fuiste a la universidad?
Cuando acabé el bachillerato, mis notas me habrían permitido entrar en la facultad de medicina. Los padres sirios se enorgullecen de sus hijos si estudian medicina o ingeniería. Sin embargo, la medicina no iba conmigo. Ocho años de carrera más cuatro de especialidad, toda la vida estudiando… En ese momento, necesitaba algo que diera frutos más inmediatos. Me decidí por filología inglesa. Pero, tras una semana en la universidad, me di cuenta de que esos estudios tampoco eran para mí. Quería viajar, pero mi padre no me dejó porque tenía 16 años. Así que entré en la Academia Nacional de la Policía de Maher al-Ásad. Mi número de placa era el 4914. Allí, los que estaban al mando en esos momentos, nos trataban muy mal. Era habitual que insultaran a nuestras madres y a nuestras hermanas cuando nos hablaban. Le dije al superior de mi patrulla que no podía ni debía hablarme así. Él estaba borracho y volvió a insultar a mi madre. Acabé pegándole un puñetazo. Me llevaron al capitán de la Academia. Le expliqué lo que había ocurrido y me dijo que no pasaba nada porque insultaran a mi madre. Allí, a un lado, había una mesa de cristal y se la arrojé encima. Una persona que no respeta a las madres de los demás no merecía mi respeto. Un policía en Siria cobra tres veces más que un profesor. En mi opinión, los policías deben dar ejemplo, no abusar de los demás. Me encarcelaron durante un año y seis meses.
¿Dónde te llevaron?
Me llevaron a la Prisión Central de Alepo. Los primeros quince meses de mi condena no me presentaron delante de un juez y no comunicaron mi encarcelamiento a mi familia. Me trataron como a un animal. Peor que a un animal. Me golpeaban durante una hora todas las mañanas y durante una hora más antes de acostarme. Nos tumbaban en una mesa articulada que nos obligaba a tener las piernas dobladas hasta que dejábamos de sentirlas. Luego nos golpeaban y las piernas no respondían a nuestra voluntad. A día de hoy, sigo sufriendo las consecuencias de esas torturas en mi espalda y en mis piernas. La comida diaria era agua con unos trozos de pan con moho. Teníamos toda el agua que queríamos. Comida, muy poca. A veces nos traían trigo en remojo, solo en agua, sin sal, ni aderezo. De esto nos daban unas dos cucharadas en la mano. Estaba prohibido tener cucharas, cuchillos, platos o vasos. En las celdas, había una especie de platos fijos. Por las mañanas, echaban cubos de agua sobre estos platos para limpiarlos. Gran parte de esa agua nos caía a nosotros.
Así estuviste un año y tres meses.
Entonces me llevaron ante un juez. Me preguntó por qué estaba allí. Le conté mi trifulca con el capitán de la Academia de la policía. Él me dijo que en mi expediente aparecía otra historia. Me dijo que yo le había pegado al capitán porque habían descubierto que yo era un espía del Mossad. Así que estaba condenado por espionaje y traición a mi patria. El juez me miró sonriendo. Me preguntó cuántos años tenía. Le dije que tenía 17 años, a punto de cumplir 18. Se dio cuenta de que, por mi edad, era muy difícil que yo fuera un agente del Mossad. Me dijo que me quedara un mes más en la cárcel y que, luego, podría irme a casa. Yo le respondí que ya llevaba un año y tres meses. Eso hizo que me dijera que me iba a quedar tres meses más en la cárcel y que, luego, podría irme a casa. Preferí no responder para que no siguiera aumentando la pena. Esos últimos tres meses me llevaron a una celda especial, sin luz, con tan solo una ventana pequeña por la que entraba el sol. Si el policía que nos custodiaba era buena gente, dejaba la ventana abierta todo el día y nosotros hacíamos turnos de una hora para estar al lado de la ventana y recibir algo de sol y de vitamina D.
Entiendo que era una sección de la cárcel mucho más dura que la anterior.
Eran todo presos políticos. Y hay una norma no escrita que dice que no debes acercarte a un preso político porque, si te ven hablando con él, significa que formas parte de su organización. Eso endureció mi condena. Nadie se acercaba a mí. Durante los quince meses anteriores, todos los presos habíamos estado unidos. Nos ayudábamos y cuidábamos los unos de los otros… Ahora estaba solo y todos huían de mí. Solo una persona se acercó a mí. Y, además, este preso en cuestión tenía teléfono.
Háblanos de este personaje.
En el año 2003, el gobierno de Siria había dado permiso, tal vez algo más que permiso, para que en las mezquitas del país se hablara de la Yihad y para que, desde las mezquitas, se enviara a los yihadistas a Irak a ayudar a los iraquíes en su guerra contra la invasión estadounidense. El gobierno de Siria ha aprovechado esta oportunidad para librarse de todos los yihadistas del país. Hasta les ha dado armas para que fueran a luchar a Irak. El gobierno sirio les ayudaba a cruzar la frontera de Irak y, una vez allí, el mismo gobierno sirio se ocupaba de que esos yihadistas murieran en una emboscada. Este preso en cuestión, él único que se acercó a mí durante esos tres meses de cárcel, había trabajado para el gobierno sirio. Él se encargaba de recoger las armas de esos yihadistas sirios que habían muerto en la emboscada para que el gobierno sirio se las diera al siguiente grupo de yihadistas… Cada vez que recogía las armas de los muertos, cruzaba la frontera de Irak con ellas y se las devolvía al gobierno sirio, recibía un dinero por sus servicios. Sin embargo, en uno de estos viajes, decidieron no pagarle. Él se enfadó mucho e intentó ponerse en contacto con los órganos superiores. Al hacer esto, fue traicionado y lo metieron a la cárcel. Sin embargo, su familia tenía mucho poder y se ha levantado en armas contra el gobierno. Al final, han llegado a un acuerdo con él para que pase diez años en la cárcel, pero con todos los privilegios que él quisiera: tenía teléfono, televisión, una habitación privada para recibir a su mujer cuando él quisiera…
Llevaba una semana en esa prisión. Una semana en la que todo el mundo huía de mí. Durante mi segunda semana, me preguntó quién era yo. Le respondí que no le interesaba saberlo. Yo me había fijado en todos los privilegios que tenía y me recordaba a lo que había visto en la Academia de policía. A pesar de que no me había caído en gracia, le respondí que me llamaba Khalid y que venía de la ciudad de Daraa. Él me contó que, cuando era joven, una familia de Daraa se había portado muy bien con él y me dijo que los habitantes de mi ciudad eran gente generosa y acogedora. Cuando me preguntó por qué estaba en prisión, le enseñé mis papeles. Estaba cansado de dar explicaciones a todo el mundo. Él leyó cuidadosamente y me dijo que me sentara a su lado, que yo era de sus amigos. Me preguntó si tenía familia. Cuando le respondí que sí, me dijo si me sabía el número de teléfono de memoria. Yo me sabía el número del fijo de casa. Me dijo que marcara el número y así hice.
Finalmente pudiste hablar con tu familia
Lo cogió mi padre. Él se había ido a Kuwait a trabajar, pero se había tomado, digamos, unas vacaciones y estaba de vuelta en Siria intentando descubrir qué me había pasado. Había logrado, incluso, hablar con Bashar al-Ásad. Había pagado el equivalente a 50 000 euros para tener una cita de siete minutos con Bashar al-Ásad. Cincuenta mil euros para que Bashar al-Ásad le dijera a mi padre que ni siquiera había constancia de que yo hubiera ingresado en la Academia y para que le insinuara que, tal vez, yo me había escapado de casa. Así pues, fue mi padre el que respondió al teléfono: «Salam Alaikum». « Wa Alaikum Salam», respondí yo. «¿Quién es?», preguntó. «Por favor, escúchame sin sobresaltos», le dije. «Soy tu hijo. Estoy en la prisión Central de Alepo, en la planta dos, celda siete. No vengáis a verme. Espero salir en uno o dos meses». Tres días después, ha sonado mi nombre por los altavoces y me han dicho que habían venido a verme. Pude verlos a través de las vallas. Llorando. Les recriminé el que hubieran ido a verme. Les había pedido que no quería verlos así. Que eso no iba a ayudar. Me dijeron que necesitaban verme, que querían saber cómo estaba. Me quité la camiseta y vieron cómo mi cuerpo estaba azul de todos los golpes que había recibido. Ese mismo día me llevaron de nuevo delante del juez. Yo había cumplido los dieciocho años en la cárcel y eso significaba que debía ir al ejército en cuanto saliera de la cárcel.
Pasaste dieciocho meses en la cárcel. Cumpliste allí los dieciocho años. ¿Qué se te pasaba por la cabeza durante todo ese tiempo?
Los primeros quince meses fueron más fáciles. Como te he dicho, hablábamos mucho entre nosotros. Había camaradería. Aun así, pasaba mucho tiempo solo. A mí me gustaba escuchar una sinfonía, la sinfonía del compositor griego Yanni. Mientras la escuchaba, la dibujaba con los dedos y con los ojos en mi mente. Escuchaba música sin escucharla. Yo fui diferente a muchos de los que estaban allí. Todos buscaban ser libres, deseaban que les dieran la libertad. Yo la encontré allí dentro. Descubrí que todos somos prisioneros del móvil, del coche, del reloj, del trabajo… hay tantas cosas que te esclavizan. Hemos llenado nuestras vidas de tantas tonterías. El ser humano siempre quiere lo más fácil. Ese es, para mí, el nuevo orden mundial.
Saliste de la cárcel para ir al ejército.
En realidad, nunca llegué a salir de la cárcel. Nos metieron a unas quince personas en una camioneta. Íbamos encadenados los unos con los otros. Primero nos llevaron a Damasco. Allí pasamos tres noches en otra prisión. De ahí, a cuatro de nosotros nos transportaron a mi tierra. Era una cuestión del registro: la idea era recoger toda nuestra documentación, entregársela al ejército y, a partir de ahí, destinarnos al cuartel que nos correspondiera. Pude ver cómo nos acercábamos a Daraa por las ventanas de la camioneta. Pude abrir la ventana que estaba en el techo e intenté sacar las manos. Mis compañeros me decían que no lo hiciera. La camioneta llevaba dos coches de policía por delante y otros dos por detrás. A mí todo me daba igual. Estaba en mi tierra. No podían hacerme nada. En mi cabeza no concebía ni volver a la cárcel ni alistarme en el ejército. Conseguí subir al techo de la camioneta y me tumbé para no caerme. Justo en ese momento, el convoy entraba en el recinto del cuartel del ejército. Allí había una pequeña garita en la que había que parar y entregar los documentos para poder pasar. Salté y quise salir corriendo. Vi que el guarda que abrió la barrera para que pasaran los coches había dejado en la entrada un fusil Kalashnikov. Cuando me vieron saltar desde el techo de la furgoneta quisieron detenerme con sus armas, pero, en cuanto vieron que me había hecho con el Kalashnikov, se detuvieron. Con todo el jaleo, ha salido una persona que conocía. Era un primo de mi padre. Creyó reconocerme y me dijo: «¿Eres Khalid? Estuvimos buscándote durante más de un año. ¿Dónde te habías metido?». Le señalé el vehículo que teníamos delante y le dije que me acababa de escapar de ese furgón. Intentó tranquilizarme, pero yo lo dije que me iba a casa y que, si alguien intentaba seguirme, tendría que atenerse a las consecuencias. Me dijo que estábamos en este mundo para hacer el bien, que me habían traído allí para arreglar mi documentación y, así, poder destinarme a mi cuartel correspondiente del ejército…

¿Cómo conseguisteis salir de esa situación?
Yo no estaba dispuesto a ceder. El primo de mi padre me propuso un plan. Me pidió que le permitiera mediar en la situación. Debía de tener un buen rango porque pudo hablar con gente importante. Les explicó que llevaba año y medio sin ver a mi familia y negoció con ellos el que me dejaran irme a casa durante un par de semanas. Luego, yo mismo vendría sin necesidad de que me trajera nadie a arreglar mis papeles y me alistaría en el ejército voluntariamente. Mientras hablábamos, le expliqué que yo nunca cumpliría mi parte del trato. Me dijo que ese ya sería mi problema. No el suyo. Le entregué el Kalashnikov y me fui a casa. En esos momentos, yo llevaba unos pantalones negros, una camiseta interior de tirantes y una chancla. Lloviznaba. Desde el cuartel hasta mi casa habría unos cinco kilómetros. El primo de mi hermano me ofreció llevarme en coche y le dije que no. Quería andar. Me ofreció algo de ropa. Yo le dije: «Tú no entiendes. Déjalo». Me fui caminando. En nuestra ciudad nos reconocemos por nuestra sangre, por nuestras facciones físicas. La gente, cuando se encuentra contigo por la calle, te reconoce y te dice quiénes son tus padres y tus abuelos. Conforme me iba acercando a mi barrio, la gente se me quedaba mirando y me preguntaba: «¿Eres Khalid?, ¿te llevamos a casa?, ¿necesitas algo?». «No, gracias», les decía yo y seguía caminando. En la cárcel, cada mes nos rapaban una parte de la cabeza para que nuestro pelo estuviera siempre desigual. Era otra forma de humillación. Así que llevaba la cabeza rapada por un lado. Pasó un coche cerca de mí y frenó de repente. Me asusté. Me alejé lo que pude y cogí dos piedras grandes de la carretera. Estuve a punto de lanzarles las piedras. Bajaron la ventanilla y era mi prima. También se ofreció para llevarme a casa, pero, amablemente, le dije que no.
Querías llegar a casa tu solo.
En mi ciudad no cerramos las puertas con llave. Llegué a casa y entré sin dificultad. Fui directamente al salón y puse la televisión para escuchar algo de música clásica. Yo siempre escucho música clásica. Tengo una hermana que es como yo. Solemos escuchar música instrumental. En la cocina estaba mi madre preparando algo de comer. Al escuchar la música, creyó que era mi hermana y dijo desde la cocina: «Zainab, ven aquí a ayudarme». Yo no le respondí y subí el volumen de la música. Entonces, mi madre salió de la cocina con una bandeja grande. Son unas bandejas enormes donde ponen todo lo que van a necesitar para la comida. Lo llevan al salón y allí lo preparan más cómodamente, para no estar de pie todo el día. Cuando ha entrado al salón y me ha visto, ha tirado la bandeja y ha corrido hacia mí para abrazarme. No supe corresponderle. En esos momentos, yo me sentía abandonado. Abandonado por todos. Abandonado de la vida. Así estaba mi corazón. Creo que, en ese momento de mi vida, yo odiaba a las mujeres.
Tienes esposa y una hija recién nacida. Tienes madre y seis hermanas.
A día de hoy, a mis 33 años, sigo pensando que los hombres y las mujeres no somos iguales. No creo que las unas sean superiores a los otros, o viceversa. Sencillamente, creo que somos diferentes. No somos iguales, somos complementarios. No creo que mi forma de ver todo esto sea similar o representativo de la forma de pensar de las gentes de Siria. Supongo que, como casi todo, muchos de mis sentimientos vienen de la infancia. Soy el mayor de mis hermanos. Cuando nació mi primera hermana, sentí que toda la atención de mis padres iba hacia ella. Luego, nació mi segunda hermana y sentí que toda la atención estaba dirigida hacia ella. Más tarde, nació, mi tercera hermana y mis sentimientos volvieron a repetirse. Lo mismo con mi cuarta hermana. Creo que las cosas cambiaron un poquito cuando nació mi hermano Hashem, que es el sexto de la familia. Mi madre nos educó para que tanto los chicos como las chicas ayudáramos en las tareas de la casa. Hacíamos turnos para limpiar el salón, barrer la cocina… Todo eso, y mi relación con todas mis hermanas, me ha ayudado a la hora de tener una esposa y, ahora, una hija.
Cuando estabas en la cárcel fuiste testigo de la tortura de mujeres.
En Alepo, a veces traían chicas de dieciocho o diecinueve años, mujeres jóvenes. Les golpeaban delante de nosotros. Rasgaban sus pantalones con los golpes que les daban y podíamos ver cómo su cuerpo se llenaba de moratones. Nos hacía sentirnos débiles y los guardias sabían que nos sentíamos vulnerables. Me afectaba menos que me pegaran a mí. Llegó un punto en el que, cuando me golpeaban, sonreía. Y eso aún enfadaba más a los guardas. Ellos querían que sufriéramos con los golpes. Mientras pegaban a las chicas, nosotros estábamos maniatados con unos plásticos. En una ocasión, cuando estaban golpeando a una chica, rompí mi plástico y me lancé a morder la pantorrilla del guardia para que dejara de pegarle. Me golpearon entre tres o cuatro guardias para que dejara de morder a su compañero. No lo solté hasta que le arranqué un trozo de carne. Así conseguí que dejara de golpear a la chica. Ese día me dieron duro. Me pegaron patadas, saltaban sobre mí desde una silla… Mientras tanto, sonreía. Sonreía porque habían dejado en paz a la chica. Sonreí hasta que perdí el conocimiento.
En la guerra también viste de lo que eran capaces las mujeres.
Recuerdo en una ocasión, estábamos defendiendo mi ciudad, Al-Shaykh Maskin. Había un niño herido en medio de la batalla. Ninguno de nosotros se atrevió a ir a rescatarlo. Había dos tanques disparándonos y la zona estaba llena de francotiradores. Nos protegíamos detrás de las paredes que quedaban de pie. De repente, no sé de dónde, salió una mujer. Se movía presurosa, pero con calma. Los disparos de los francotiradores silbaban en su camino hacia el niño. Llegó hasta él, lo cogió y pudo llevárselo a salvo.
******************************
Muchos de los héroes de Robert Louis Stevenson y de Julio Verne eran adolescentes que debían enfrentarse a un mundo de adultos. Es difícil imaginar cómo se comportarían nuestros adolescentes si tuvieran que sobrevivir a todas las situaciones que tuvo que vivir Khalid Al Dieri Al Akeel. Pero lo que hemos leído aquí no fue todo. Apenas fue el comienzo. Pienso que cada entrevista a un valdemoreño para nuestra revista nos ayuda a conocer mejor nuestra localidad. Cada vez que entrevistamos a un valdemundeño como Khalid, entendemos un poco mejor el mundo en el que nos ha tocado vivir. ¿Quieren saber lo que le ocurrió a Khalid durante el comienzo de la guerra civil siria?¿Quieren saber cómo consiguió llegar a España atravesando todo el norte de África? Solo tienen que pedírnoslo.
Texto: Fernando Martín Pescador
Fotografía: NCuadreS