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Me encontré con Miguel a mediados de julio, mientras
ambos esperábamos la salida de nuestro pedido en El
Palacio del Pollo. Intercambiamos las preceptivas preguntas
sobre nuestra salud y pasamos a hablar de literatura.
Supongo que no somos muchos los que nos ponemos a hablar
de literatura antes de que nos sirvan un pollo asado
con patatas fritas. A pesar de su ferviente actividad poética,
Miguel solo nos ha regalado un libro, Los días que no queremos
(Valparaíso Ediciones, 2018), un álbum de fotos, íntimo,
personal, hermoso… y yo siempre achucho a Miguel
para que escriba y publique más. Me contó que estaba escribiendo,
muy despacito y con la acostumbrada exigencia
hacia su obra, un libro de aforismos.
Miguel Rollón es uno de los valdemoreños que más dentro
estuvo de la movida madrileña: conoció a Olé Olé y a Mecano,
tuvo mucho trato con Tino Casal, al que tal vez ayudara
a componer su famoso tema Champú de huevo (número uno
en ventas en 1981) y en el salón de su casa conserva una
guitarra que perteneció a Siniestro Total. Abogado y funcionario
de la administración local de Valdemoro, poeta, actor
de teatro, autor, compositor y letrista de canciones pop y
rock en bandas españolas y alemanas, antes de la pandemia,
dirigía la Tribu de Poetas en Madrid, donde agitaba la
poesía para que esta saliera con fuerza y llena de espuma
de su embotellamiento social.
Miguel Rollón amaba Valdemoro. Murió en agosto, hace
apenas unos días. El mundo de la literatura ha perdido a un
gran poeta. Nosotros, La revista de Valdemoro, hemos perdido
a un amigo. Hoy he revisitado Los días que no queremos
y he escogido la foto más bella del álbum de Miguel en la
que recordaba la mejor noche de su vida: «Faltaban dos semanas
para acabar las clases y ahí estábamos los dos, en
un vagón sin aire acondicionado, regresando a casa después
del concierto, sintiendo con la corriente de las ventanas
la libertad de los héroes como nunca antes recordaba
haberla sentido.
Pensé que era la mejor noche de mi vida,
y deseé quedarme en aquel tren para siempre. Pero todo
ha pasado. Y aunque todo cambia, sigo dibujando tu nombre
cuando regreso a casa, sobre el vaho que empaña el cristal
de las ventanas, que gota a gota permanece y se hace mío
como el calor que tus abrazos dejaron esta mañana en mi
espalda. Y te sigo amando como amé a todas las mujeres
que fuiste.
Por eso me niego a que aquella noche, tan fugaz
como la eternidad, pueda parecerse a la trama de un anuncio
de Coca Cola de los años ochenta: con personas reales
y vidas inventadas. Y como ninguna noche se parece a la
siguiente, me niego a saber si hoy te he recogido el pelo,
besado y abrazado por primera o por última vez».