
«Cuidar bien, hasta el final, también es hacer buena medicina»
Qué alegría da saber que Valdemoro no es solo una ciudad que acoge a vecinos de todas las partes de España, y del mundo, que enriquecen la vida de la localidad, sino que también es un atractivo para personas que no residen aquí y que, sin embargo, apuestan por el municipio porque se sienten atraídas por los valores y calidad humana que aquí habitan.
Es el caso de la doctora María Herrera Abián, jefa del Servicio de Geriatría del Hospital Infanta Elena, que decidió hace ya unos años apostar por su labor como sanitaria en nuestro hospital. María ha sido galardonada en múltiples ocasiones por su labor en la investigación de los cuidados paliativos en los hospitales, pues es la jefa de Servicio Corporativo de Cuidados Paliativos en todos los hospitales públicos del grupo Quirónsalud.
¿Cuáles han sido los mayores atractivos para dedicarse a la geriatría y cuidados paliativos?
Desde muy pequeña quise ser médica. Vengo de una familia de médicos: mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo… y también mi hermano lo es. En casa siempre vi cómo los pacientes querían a mi padre, el médico del barrio, y cómo mi madre, trabajadora social, cuidaba a personas mayores en soledad. En esa combinación encontré mi vocación por la geriatría. Cuando hice el MIR, saqué un número que me permitía elegir cualquier especialidad, pero no lo dudé: escogí Geriatría. Siempre he sentido que los mayores son los más vulnerables del sistema sanitario. Es algo que se percibe incluso en el ambiente hospitalario: las plantas de pediatría están llenas de color, de visitas, de movimiento… mientras que las áreas donde están los mayores suelen ser más lúgubres. La geriatría y los cuidados paliativos exigen una medicina distinta, más centrada en acompañar que en curar. No siempre hay grandes logros clínicos, pero sí hay humanidad, escucha y dignidad. Y eso, para mí, es lo que realmente da sentido a esta profesión.
¿Qué particularidades tiene este tipo de medicina que aborda el final de la vida y qué atractivo tiene para ti?
Tiene algo muy especial. A mí me resulta profundamente atractivo porque no se trata solo de tratar síntomas, sino de estar realmente presente, de acompañar de verdad a la persona. Mi padre, que también es médico y con una mirada muy filosófica, siempre decía que los médicos somos testigos de excepción de la vida humana. Y es cierto. Tenemos el privilegio de estar cerca del paciente en sus momentos más íntimos, más vulnerables. En el final de la vida, ese privilegio cobra una dimensión aún mayor. El paciente ya no está para máscaras, ni para fingir. Está tan expuesto, tan frágil, que todo lo superfluo se cae. Ahí aparece una autenticidad brutal. Te dice la verdad sin filtros, te necesita de verdad, y eso hace que cada gesto, cada palabra, tenga un peso distinto. Es el momento más humano de la enfermedad. Aunque sea el cierre, paradójicamente, se siente muy vivo. Todo está a flor de piel. Y me parece esencial que en esa etapa no haya dolor, que uno pueda despedirse bien, que se pueda planificar cómo y dónde morir. Acompañar ese proceso es, para mí, una de las tareas más importantes que puede desempeñar un médico. Y aunque sea duro, porque lo es —hay tristeza, hay despedidas que llegan antes de tiempo, hay duelos— también hay algo muy poderoso en lograr que esa persona se vaya en paz. En ayudarla a cerrar el círculo con dignidad, con serenidad. Esa posibilidad, ese lugar que te da la medicina paliativa, me parece profundamente valioso.
La Real Academia Nacional de Medicina y el Instituto de Investigación Sanitaria de la Fundación Jiménez Díaz te han concedido el premio a la mejor tesis doctoral presentada de 2024 por un trabajo de investigación que pretende arrojar luz sobre lo que supone morir en un hospital. ¿Cuáles han sido las principales conclusiones y cómo se pueden aplicar a la realidad más inmediata de los hospitales?
Sí, la verdad es que esta tesis nació de una inquietud muy real. En cuidados paliativos solemos pensar que lo ideal es morir en casa, en tu entorno, con tus cosas, tu cama… pero la realidad me empezó a mostrar algo distinto. En el hospital donde trabajo, y en muchos otros, veía que la mayoría de la gente moría allí, en el hospital. Así que empecé a tirar del hilo, a revisar datos, y me encontré con que más del 75-80 % de las personas fallecen en un entorno hospitalario. Entonces pensé: bueno, aunque yo tenga la idea de que lo mejor es morir en casa, si la realidad es otra… habrá que ver cómo lo estamos haciendo y si podemos hacerlo mejor. La tesis fue justamente eso: mirar de cerca cómo están ocurriendo esas muertes dentro del hospital. Comparé el acompañamiento de los equipos de paliativos frente a otros servicios, y ahí se vieron diferencias muy claras. Las familias contaban que en muchas ocasiones hubo dolor, sensación de ahogo… pero lo que más me impactó fue que muchísima gente no pudo despedirse. No hubo tiempo, no hubo claridad, no se dio la información necesaria para saber que ese ingreso era el último. Y eso deja una herida muy difícil de cerrar. Porque la despedida no cuesta dinero. No requiere tecnología, ni grandes reformas. Solo un manejo más humano, más atento. Saber decir «esto se está acabando» para que el que se va y el que se queda puedan decir lo que tengan que decirse. Esa fue una de las conclusiones más potentes de la investigación: que nos falta formación para facilitar bien ese momento, para acompañar con sentido. Y me parece importante hablarlo, porque si ya sabemos que la mayoría va a morir en el hospital, no podemos mirar para otro lado. Hay que trabajar para que ese final, aunque no sea en casa, pueda ser digno, sereno y humano.
¿Has podido observar un cambio de tendencia en los hospitales frente a esta realidad?
Sí, más que observar el cambio, he intentado provocarlo yo misma. Cuando llegué al hospital donde estoy ahora, que acababa de inaugurarse, venía de trabajar en la Fundación San José, un centro con un pabellón entero dedicado a cuidados paliativos. Así que cuando vi que este nuevo hospital había abierto sin incluir un equipo de paliativos, me chocó mucho. Es curioso: no se concibe un hospital sin urgencias, sin trauma o sin ginecología, pero sí puede abrir sin paliativos… y eso me dolió. Le pedí enseguida a la gerencia que considerara abrir el equipo. Y tuve suerte, la verdad. Es un hospital pequeño, pero con una gerencia joven, con ganas de escuchar y de moverse. Vieron que tenía sentido, que era necesario. Y cuando ya hay un paliativista dentro, algo empieza a cambiar. Empiezas a estar presente, a trabajar con una psicóloga, a hacer reuniones familiares, a cuidar de otra manera… y eso poco a poco se contagia. Lo vas notando con los años, incluso en otras plantas. Se empieza a ver más sensibilidad, más delicadeza con el paciente que está en el final de su vida. Eso sí, no ha sido fácil. En otras especialidades se nota mucho la tendencia de dar por cerrado todo cuando ya no hay posibilidad de curar. La famosa frase de «ya no hay nada que hacer» aparece rápido. Y precisamente ese «nada» es todo lo que hacemos nosotros en paliativos: cuidar, acompañar, planificar, aliviar, escuchar, despedirse. Ese «nada» es muchísimo. Yo diría que sí, que se ha ido avanzando, especialmente aquí en Valdemoro. Queda camino, claro. Pero ver que algo se mueve, que algo se pega, que el enfoque cambia, aunque sea poco a poco… eso ya es mucho.
Háblame un poco más de ese trabajo que hay dentro de ese «nada» que, en muchas ocasiones, tiene una connotación muy negativa.
Es un trabajo distinto, claro, porque no vamos a curar, pero sí a acompañar, a aliviar, a estar presentes de otra forma. Lo que pasa es que muchas veces, cuando un paciente pasa a paliativos, la sensación es esa: como si lo hubieran apartado, como si ya estuviera desahuciado. Y eso pesa. Por eso incluso cambiamos el nombre del servicio. Esto no es algo nuevo, ya en Houston, en el MD Anderson, cambiaron el nombre a Supported Care, y nosotros seguimos esa línea: ahora somos el Equipo de Soporte. Parece un detalle, pero para los pacientes y sus familias, ese cambio de lenguaje lo hace un poco más llevadero. Ya no llega «la doctora de paliativos», sino «la doctora del equipo de soporte», que a veces incluso da lugar a bromas como «la doctora que me soporta», y bueno, eso ya aligera un poco el ambiente. Lo esencial es que nuestra mirada es más amplia. Cuando entras en una habitación, no solo ves al paciente con dolor o con una enfermedad avanzada. Ves también a la esposa que lleva toda la noche sin dormir, al hijo que no sabe cómo manejar lo que está pasando. Preguntas por el cuerpo, sí, pero también por el ánimo, por la tristeza, por el miedo. Y eso marca la diferencia. Nosotros atendemos todas las esferas de la persona: la física, la emocional, la familiar, incluso la espiritual si surge. A veces no podemos hacer mucho en lo médico, pero sí podemos estar, acompañar, sostener. Y eso también es medicina, de la buena. Es otra forma de cuidar, distinta a la del especialista que te dice que la metástasis ha avanzado o que la cadera ya no tiene arreglo. Nosotros abrimos el foco y vemos a la persona entera, con todo lo que lleva encima. Y a veces, solo con eso, ya se alivia un poco el peso de todo.
¿Qué importancia tiene el factor humano en el trato con el paciente en estado paliativo?
El factor humano lo es todo. Escuchar al paciente con atención, sin prisa, permite descubrir lo que realmente necesita en ese momento: reconciliarse con alguien, despedirse, encontrar paz. A veces lo más importante no es lo médico, sino lo emocional. Y eso solo se consigue estando presentes, con tiempo y con humanidad.
¿Puedes contarnos algún caso que ejemplifique lo que significa tu trabajo?
Sí, hay muchos casos que me han marcado, pero uno en especial fue el de un paciente con ELA. Le acompañamos durante dos años, desde que aún caminaba hasta que solo podía comunicarse con los ojos a través de un ordenador. Al final, cuando ya no podía respirar bien, decidió recibir una sedación paliativa. Le pregunté si quería donar sus órganos, y dijo que sí. Eso le dio un sentido profundo a su final: sabía que podía dar vida a otros, y eso lo reconfortó muchísimo. Incluso eligió la música que quería que sonara al sedarse La muerte no es el final y dejó preparada una playlist para acompañar ese momento. Fue muy bonito ver cómo, gracias al acompañamiento, él y su familia pudieron despedirse en paz. Su esposa lo vivió con gratitud, y sus hijos pequeños, que entendían lo que era un trasplante, sintieron orgullo por lo que su padre hizo. Fue un final duro, sí, pero lleno de sentido.
Formas parte de la Fundación 38º, que pretende cumplir la última voluntad de los pacientes en estado paliativo. ¿Cómo afectan este tipo de iniciativas en los pacientes?
Formar parte de la Fundación 38º es de las cosas más bonitas que he podido vivir como médica. Porque cuando los pacientes están tan malitos, todo gira en torno a la enfermedad: si han dormido, si tienen dolor o si han sangrado. Pero en el momento en que se plantea un deseo, cambia todo. Cambia la energía de la visita, cambia la mirada del paciente. Se vuelve algo más alegre, más vital. Recuerdo a una paciente cuya ilusión era ir a Lisboa para celebrar sus bodas de plata. Nunca había salido de su pueblo y soñaba con ese viaje desde sus bodas de plata. Lo organizamos con todo el mimo: chofer, guía privada, etc. A su regreso, aunque ya estaba muy mal, todo su ingreso fue hablarme de Lisboa. Me enseñaba las fotos con una felicidad inmensa. La enfermedad seguía, sí, pero ese deseo cumplido cambió por completo cómo vivió su final. También hay deseos que tienen que ver con el legado. Un abuelo quiso llevar por última vez a sus nietos al cine, porque era «el abuelo del cine». Otro escribió una nana para su nieto que estaba por nacer y no llegaría a conocer. Saber que algo de ellos se queda aquí, que dejan una huella, les da mucha paz. Y a la familia también, porque ayuda muchísimo en el duelo. Estas iniciativas no solo alivian. Dan sentido. Y cuando hay sentido, hay dignidad, incluso al final.
Comenzaste el servicio de geriatría del Hospital Infanta Elena de Valdemoro. ¿Cómo ha sido su implementación en nuestro municipio?
Curiosamente, yo no soy de Valdemoro. Fue mi marido quien vino primero a trabajar aquí, me habló muy bien del hospital y finalmente me animé a venir yo también. Al principio, no se pensaba en incluir geriatría porque parecía un municipio joven, con mucha población nueva, familias recién llegadas, y por eso se reforzaban más servicios como pediatría o ginecología. Pero pronto se dieron cuenta de que había varias residencias de mayores en Valdemoro, algunas bastante grandes, y que hacía falta una atención más especializada para esta población. Empezó una geriatra a media jornada… y en solo dos meses ya éramos cinco geriatras a tiempo completo. La realidad es que la población envejece, y eso es inevitable. Además, Valdemoro, aunque ha crecido, mantiene esa base de pueblo, con vecinos que llevan aquí toda la vida. Es una población muy auténtica, muy cercana. Gente que te trae espárragos de la huerta y te cuenta su vida como si fueras parte de la familia.
¿Cuáles son los principales retos a los que os enfrentáis en vuestro servicio?
Uno de los grandes retos que tenemos ahora en geriatría es ayudar a que nuestros pacientes mayores, después de un ingreso, puedan volver a casa lo más autónomos posible. Porque lo que vemos mucho es que, tras pasar por el hospital, el paciente mayor sale más dependiente: con andador, en silla de ruedas, o directamente ya no puede volver a su domicilio y acaba en una residencia. Por eso, nuestro enfoque va mucho más allá de curar la enfermedad puntual. Nos centramos en recuperar la funcionalidad: que el paciente pueda vestirse solo, ir al baño, salir a su centro de mayores. Porque para ellos eso es lo que realmente importa. No les impresiona tanto si les hemos tratado una neumonía con tal o cual antibiótico, sino si pueden seguir haciendo su vida. En el Hospital Infanta Elena trabajamos mucho esa recuperación funcional. Contamos con terapeutas ocupacionales, un gimnasio adaptado y, además, hacemos talleres con las familias para que también ellas puedan sentirse preparadas y seguras cuando ese paciente vuelve a casa.
¿Con qué recursos contáis?
Aunque somos un hospital pequeño, contamos con un equipo muy completo: nueve geriatras especialistas, dos terapeutas ocupacionales formados en geriatría y una enfermera dedicada al servicio. Atendemos a todo tipo de pacientes mayores: con demencia, fracturas, después de cirugía o con enfermedades crónicas. Además, tenemos un recurso que es clave: un coche con un geriatra que cada día sale a visitar residencias de Valdemoro, Ciempozuelos y San Martín de la Vega. También acudimos a domicilios vulnerables, donde a veces basta con ver el entorno para entender hasta dónde podemos llegar y qué apoyos reales tiene ese paciente. Incluso en urgencias tenemos presencia geriátrica, porque no es lo mismo atender a un adulto que a una persona mayor dependiente. Ellos se desorientan más, se sienten más frágiles, y necesitan una atención específica desde el primer momento.
En una población que cada vez envejece más, ¿crees que estamos dando la suficiente importancia a la geriatría?
Creo que no, todavía no estamos dando a la geriatría la importancia que necesita. Se habla mucho de que la población envejece, pero no se está invirtiendo realmente en adaptar el sistema. Los hospitales no están preparados: los carteles son pequeños, los informes de alta no se entienden bien, y en muchos centros ni siquiera hay terapeutas que ayuden al paciente mayor a volver a comer solo, a abrocharse un botón o a recuperar funciones básicas. La sociedad en general tampoco está adaptada. Incluso la televisión, que para muchos mayores es su única ventana al mundo, no piensa en ellos. Y, además, hemos perdido esa figura de la hija cuidadora que no trabajaba fuera de casa y se dedicaba a cuidar. Hoy eso ya no es sostenible. Así que sí, tenemos cada vez más personas mayores, pero todavía no hemos aprendido a cuidarlas bien. Y es urgente que le demos una vuelta, porque esto ya no es el futuro, es el presente de muchísimas familias.
Formas parte de la Comisión de Garantía de la Ley Orgánica de la Regulación de la Eutanasia (LORE), ¿cuál es tu visión sobre la implementación de esta ley en España?
Es verdad que desde los cuidados paliativos siempre hemos defendido que lo prioritario era garantizar que cualquier persona tuviera acceso a una buena atención al final de la vida. Que hubiera un paliativista para cada paciente que lo necesitara. Pero también es cierto que la Ley de Eutanasia responde a un clamor social real: hay personas que, a pesar de los cuidados, sienten que no quieren seguir viviendo. Y esa realidad no se puede ignorar. Cuando me ofrecieron formar parte de la Comisión de Garantía en Madrid lo vi como un reto. Si ya acompaño a pacientes en sus últimos momentos, ¿por qué no estar también ahí, asegurándome de que, si alguien pide algo así, se haga dentro del marco legal, con rigor y respeto? La comisión está formada por veinte profesionales: diez médicos de diferentes especialidades, diez juristas, un trabajador social, un enfermero y un psicólogo. Es una estructura muy garantista. Se revisan todos los casos, se debate, y se asegura que cada solicitud cumpla con los criterios legales. No hay decisiones tomadas a la ligera ni situaciones mal planteadas. Yo sigo creyendo en el valor de los cuidados paliativos, pero también reconozco que no somos infalibles. Hay personas que, con todo el cuidado del mundo, siguen queriendo decidir sobre su final. Y con respeto, creo que también tenemos que estar presentes ahí, para que todo se haga bien, con humanidad y con garantías.
¿La eutanasia y los cuidados paliativos deben verse como opuestos o como opciones complementarias para pacientes con enfermedades terminales?
No creo que la eutanasia y los cuidados paliativos deban verse como opciones opuestas. Al principio, sí hubo cierto revuelo, incluso entre los propios paliativistas. Algunos decían: «Madre mía, lo que nos ha caído encima con esta ley». Pero yo creo que no debemos alejarnos de esta conversación. La eutanasia es un derecho, y lo importante es que quien la pide es una persona que está sufriendo. Por eso, para mí no es una cuestión de elegir entre una u otra. Son caminos distintos, pero pueden convivir. Y, sobre todo, creo que el paliativista no debe apartarse de ese paciente, al contrario: debe estar más cerca que nunca. Porque muchas veces, cuando alguien pide una eutanasia, lo que realmente está pidiendo es que pare su sufrimiento. Y ahí es donde nosotros entramos. Hay casos en los que, al recibir una petición, vemos que hay dolor mal controlado. Entonces lo primero es tratar ese dolor, acompañar, cuidar. Y después, si el paciente sigue sintiendo que no quiere continuar, al menos lo hará desde un lugar de menor sufrimiento y con todas las garantías.
¿Ha cambiado tu perspectiva de la eutanasia a lo largo de tu carrera?
Sí, mi perspectiva ha cambiado. Sobre todo por estar cerca del que sufre. Con el tiempo me he dado cuenta de que hay personas que, sencillamente, no pueden más. Y cuando ves el alivio en ellos, o los agradecimientos de sus familias (hijos, parejas) diciendo «menos mal que se lo permitieron», entiendes muchas cosas. Hay pacientes que, cuando reciben el sí a su solicitud de eutanasia, por fin descansan. No solo al morir, sino antes, al sentir que recuperan algo de control sobre su vida. Y cuando lees esas cartas, tan llenas de gratitud, piensas en el gran sufrimiento que habría para que esto sea vivido como un acto de paz. Igual que un día me cambió el chip al pasar de querer curar todo a cuidar desde los paliativos, también esto me ha hecho mirar la eutanasia de otra forma. Con más respeto, con más comprensión.
¿Qué desafíos éticos y médicos os enfrentáis el personal sanitario al abordar estas solicitudes de eutanasia o de sedación?
Todos los desafios. Para nosotros la vida biológica es un valor en sí mismo, es lo que llevamos años defendiendo y cuidando. Pero si solo nos quedamos con esa visión puramente biológica, dejamos fuera algo esencial: el sufrimiento. Y ahí es donde aparece el conflicto. Por un lado, quieres preservar la vida. Por otro, aliviar el dolor. Y cuando ambas cosas no pueden ir de la mano, se genera un choque interior muy fuerte. Es ahí donde algunos profesionales optan por la objeción de conciencia, y es totalmente válido. Pero también creo que es importante no mirar para otro lado, sentarse, pensar, y hablar de esos conflictos éticos. No negarlos, sino enfrentarlos con honestidad. Hoy en día, con esta ley, el paciente tiene un derecho que antes no existía: el de decidir sobre su final. Y nosotros, como sanitarios, tenemos que estar a la altura de eso. Si uno no puede acompañar ese proceso, debe garantizar que otro profesional sí lo haga. Porque por encima de nuestras dudas, está la autonomía del paciente. Y eso también forma parte del respeto.
¿Cómo imaginas el futuro de los cuidados paliativos en España?
Soy optimista. Durante mucho tiempo han estado en un segundo plano, pero que se premie una tesis sobre cómo morimos, en lugar de sobre un avance tecnológico, me parece muy significativo. Creo que hay un cambio en marcha, impulsado por un clamor social que pide morir mejor, con menos sufrimiento. A corto plazo, lo esencial es formar paliativos colectivos en todos los hospitales, que lleguen a todos los domicilios y seguir formando profesionales con sensibilidad y mirada humana. Porque al final, cuidar bien hasta el final también es hacer buena medicina.
¿Qué proyectos de futuro tenéis en el Infanta Elena de Valdemoro?
Ahora mismo, uno de los proyectos que más ilusión me hace en el Infanta Elena es aplicar lo aprendido en la tesis. A partir de ahí, redacté un decálogo con diez puntos clave para lo que llamamos una «muerte suficientemente buena». No perfecta, porque cada persona es distinta, pero sí con unos mínimos: sin dolor, con despedidas, en el lugar y con las personas que uno elige. El objetivo es usar ese decálogo para autoevaluarnos como equipo: revisar cómo se están muriendo nuestros pacientes, si estamos cumpliendo esos mínimos. Y si funciona, ojalá pueda servir de modelo para otros hospitales también.
La doctora María Herrera irradia humanidad y pasión por su profesionalidad, una combinación que nos descubre una cara de la medicina diferente a la que conocemos tradicionalmente. La cercanía, la escucha y el buen trato forman parte de su forma ser. No es casualidad que, pese a ser la jefa del Servicio Corporativo de Cuidados Paliativos en todos los hospitales públicos de Quironsalud, haya decidido establecerse en Valdemoro, un hospital más pequeño que el resto y con una conexión mucho más fuerte con el entorno rural y sus valores.
Texto: Sergio García Otero
Fotografía: NCuadreS
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