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Entrevista al maestro Rafael Martín

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«En la reencarnación seguiré siendo maestro»

 

 Una de las pocas figuras que recuerdo de mi etapa como alumno del Vicente Aleixandre es la de Rafael Martín. Él era el director del centro, cargo que para un niño de apenas siete u ocho años inspiraba un respeto más que destacable. Sin embargo, recuerdo que esa autoridad siempre la supo acompañar de la proximidad necesaria para que su persona quedara grabada con afecto en mi memoria. Rafael destaca en Valdemoro por ser uno de los vecinos más activos del municipio. Además de maestro y director es deportista, voluntario en el Centro de Mayores, cofundador junto con su esposa Pilar de la Coral Villa de Valdemoro y actor aficionado en dos grupos de teatro locales.

En definitiva, hoy tenemos la suerte de compartir La revista de Valdemoro con un valdemoreño de adopción que ha contribuido incesantemente en el crecimiento del municipio.

El cuarto de nueve hermanos, creciste y te formaste en tierras abulenses. ¿Qué recuerdos tienes de tu infancia?

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En mi casa siempre hemos sido muchos. Además de los nueve hijos, mi abuela siempre vivió con nosotros. Era algo a lo que estábamos muy acostumbrados, como anécdota te diré que mi padre tenía treinta hermanos. Mi infancia se desarrolló principalmente en Ávila y fue tremendamente feliz. No es que nos hicieran falta amigos, que los teníamos y muchos, pero es que entre los hermanos nos organizábamos para hacer cualquier tipo de actividades. Cuando llegábamos del colegio nos bajábamos a la plaza, hiciera frío o calor, y allí con un montón de amigos nos pasábamos las tardes hasta que nuestras madres nos llamaban para ir a cenar. Yo no sé si habría deberes, me supongo que sí. A las seis de la mañana nos levantábamos y los hacíamos todos alrededor de una mesa camilla con un brasero de cisco.

Estudiaste en el Colegio de los Salesianos de Béjar y más tarde en el Colegio Diocesano de Ávila. ¿Qué diferencia ves entre la educación religiosa que recibiste con la que has impartido estos años en la escuela pública?

Estudié en el Colegio de los Salesianos y lo que por encima de todo recuerdo es la disciplina tan férrea que tenían. Antes quizás había más respeto, tampoco quiero decir que ahora no lo haya, pero la sociedad está cambiando y eso se nota también en las aulas. Trabajamos los mismos valores —la tolerancia, el respeto, la responsabilidad, el esfuerzo personal, etc.—, pero antes se hacía de una forma diferente, no se cuestionaba la autoridad del profesor y el apoyo de las familias era indiscutible. Cuando llegué a Valdemoro y comencé en la Escuela Profesional dábamos ocho horas diarias de clase. La última hora del día, después de siete horas intensas de clase, era de estudio. Para cuidar a los más de cien alumnos bastaba con un profesor que se paseaba por los pasillos con las aulas abiertas. ¿Era miedo? Seguro que no. Los alumnos entonces tenían más respeto y responsabilidad. Nunca teníamos que llamar la atención a nadie, tan solo con mirar era suficiente para que se dieran por aludidos. Yo impartía clase en aulas con casi sesenta alumnos y nunca se alborotaron. A pesar de que estos mismos valores se siguen trabajando tanto en la familia como en el colegio, los nuevos modelos de familia donde los dos padres trabajan hacen que no pasen casi tiempo con sus hijos, y lo poco que están lo quieren trabajar a base de caprichos y regalos. La educación está más relajada, igual que los valores, y eso se refleja actualmente en las aulas.

De padre bancario y madre maestra, optaste finalmente por la educación. ¿Encontraste la vocación en la figura de tu madre?

Mi padre era apoderado del Banco Hispano y mi madre era maestra. De ahí que todos los hermanos hayamos seguido la tradición de los padres. La mayoría de ellos son bancarios, que no banqueros, y dos hemos seguido los pasos de mi madre. Cuando acabé el bachiller en Ávila, tuve la oportunidad de irme a Salamanca con una beca, pero la situación familiar no era sencilla. Acabé en el año 60 y en Ávila solo estaba la escuela normal. Si digo que fue vocación desde el principio, mentiría porque estoy convencido de que la vocación no se adquiere con ningún título. Es cierto que los años de estudios en la Escuela de Magisterio te ponen en camino, pero esa vocación que yo siento, por encima de todo, se adquiere en el primer contacto con los alumnos y el trato con los compañeros y padres. En esas primeras clases que te ponen muy nervioso es donde te das cuenta de que has elegido la profesión correcta. Tuve la ocasión, como mis hermanos, de trabajar en un banco. Como maestro, cobraba la mitad que ellos, pero ni me lo planteé. La escuela me hacía feliz y no me cabía en la cabeza marcharme a otro sitio. Siempre lo digo de broma pero en la reencarnación seguiré siendo maestro. (Se emociona).

¿Cómo llega a aterrizar un recién maestro abulense en la capital?

En el año 63 apruebo mi oposición y me dan una plaza en un pueblecito de Ávila, San Esteban del Valle, que pertenece a la zona que denominan como «Las Cinco Villas», la Andalucía de Ávila. Allí no trabajé con niños porque me dieron una escuela de alfabetización a la que solo acudían adultos. Trabajar con adultos es muy diferente y hasta que no llegué a Valdemoro y trabajé con niños no me di cuenta de la gran diferencia que había. Estando allí me llamaron para la mili. Estuve unos trece o catorce meses y, tras licenciarme, volví a Ávila para reincorporarme. Mi sorpresa fue que no tenía plaza porque me habían destinado a Madrid. Me tuve que dirigir a la delegación de Madrid y me enviaron a la Inspección Técnica de Educación, donde hice de secretario de inspectores. Allí estuve durante cinco meses ayudándoles cuando tenían que hacer cualquier trabajo. Fueron unos meses muy interesantes porque tuve la oportunidad de ver la educación desde otro nivel. A los cinco meses me ofrecieron la posibilidad de ir a una escuela de alfabetización que comenzaba en Valdemoro y no lo dudé, lo mío era la escuela. Me nombraron maestro de alfabetización de Valdemoro, pero no vine aquí hasta septiembre del año 1966.

Fuiste entonces uno de los creadores de la Escuela de Alfabetización de Valdemoro, ¿no es así?

Cuando llegué a Valdemoro teníamos una escuela de alfabetización, pero no había alumnos. Valdemoro era un pueblo agrícola por excelencia, pero echarse al campo a buscar alumnos era una locura. En el pueblo la gente trabajaba en dos grandes fábricas, una de muebles y otra de sillas, Anguita y Lamana. Me presenté en las fábricas y hablé con los jefes para que me ayudaran a captar potenciales alumnos. Me dieron todas las facilidades del mundo y se pusieron en mis manos. Realicé una prueba muy básica de las materias instrumentales (Lengua Castellana y Matemáticas) para que quien no la superase, siempre sin obligar a nadie, tuviera la posibilidad de incorporarse a las clases. Se presentaron muchísimos obreros, me tiré quince días corrigiendo. Llevé los resultados a los jefes y a aquellos que accedieron se les citó en lo que eran las aulas del Cristo. Allí tuve alumnos con los que todavía hoy tengo muy buena amistad.

¿Qué nivel cultural había en Valdemoro?

Mal que bien la mayoría sabía leer y escribir. Pero no estaban tan atrasados como en los pueblos de Ávila. Posiblemente se debiera a la proximidad con Madrid. En esas clases se mezclaron personas que venían a mejorar sus destrezas de lectoescritura, pero también personas que acudían por la voluntad de aprender. Creo recordar que tenía como tres niveles y a esas personas que demandaban más les llegué a dar conocimientos de niveles propios del bachillerato. Siempre me pedían más, eran insaciables.

En paralelo comienzas en la ECAM como profesor de la Escuela Profesional.

No llevaba dos meses de profesor en Valdemoro cuando un día me pararon por la calle para informarme de que el sacerdote del pueblo, don Alfonso, quería hablar conmigo. Sorprendido me fui a verle y me propuso formar parte del profesorado de la Escuela Profesional de la ECAM. Fue mi primera toma de contacto con alumnos más jóvenes que yo. Allí se impartían clases de torno y ajuste y de delineación. Más tarde se sustituyó torno y ajuste por electrónica y chapa y pintura de automóvil. Cuando llegué a la profesional no vi unos compañeros, vi una familia. Los alumnos eran, de verdad, únicos. Algunos de los que llegaban a la profesional eran rebotados de los colegios y, sin embargo, había un orden, una responsabilidad y un esfuerzo personal extraordinario. Juan Ángel, Joaquín y yo éramos los tres profesores que impartíamos tres cursos equivalentes a sexto, séptimo y octavo de EGB que lo denominamos como «Iniciación Profesional». A la vez que dábamos las materias de EGB, también dábamos clases relacionadas con la formación profesional: tecnología, talleres, etc. Mi etapa en la profesional la recuerdo con mucho cariño porque la relación que tuve tanto con mis compañeros como con los alumnos fue diferente, éramos una gran familia. A final de curso, todos los años, alumnos, profesores y familias marchábamos de excursión. Eran momentos de compartir en los que la convivencia era extraordinaria. Siempre les estaré agradecidos por la acogida que recibí por parte de todos mis compañeros. Yo llegué a Valdemoro sin conocer a nadie y me bajé del autobús en la calle Grande. Imagínate mi cara de sorpresa cuando veo toda la calle llena de guardias civiles, pensaba que había pasado algo grave. Más tarde supe de la existencia del Colegio Duque de Ahumada y lo entendí.

Valdemoro ha sufrido un cambio drástico, ¿qué recuerdos tienes de ese proceso de crecimiento?

Valdemoro era un pueblo muy pequeño. Me sorprendió por su proximidad a Madrid, solo había oído el nombre por el dicho de «entre Pinto y Valdemoro». Era un pueblo que no tenía ningún servicio: las calles no estaban asfaltadas, no había agua corriente en las casas, no había ni alumbrado público. El primer alumbrado público que hubo en Valdemoro posiblemente fue el de nuestra casa cuando nos fuimos a vivir a la calle Ruíz de Alda. Hablamos con el Ayuntamiento porque cuando llovía se preparaban unos barrizales terribles y, si además se hacía de noche, la calle se convertía en una boca de lobo. Nos pusimos en contacto con el alcalde, creo que era don Rogelio, y llegamos a un acuerdo: los vecinos pagarían las farolas y él se comprometía a pagar la electricidad. Así lo hicimos y, desde ese momento, la calle Ruiz de Alda fue la primera en tener alumbrado público, además de la plaza del Ayuntamiento y la calle Grande, que eran los lugares más importantes. Valdemoro ha cambiado mucho y ha habido mucho trabajo para poder llegar a lo que es hoy. 

El primer recuerdo que tengo de Rafael Martín es como director del Vicente Aleixandre, ¿por qué decidiste dar el paso de asumir la dirección de un centro educativo?

Llegué en el año 1985 y ya conocía a mucha gente, prácticamente a todos, y me acogieron con los brazos abiertos. Al tiempo de estar allí, el director, Gregorio, me dijo que el inspector, Francisco Menchén, le había pedido un candidato para la dirección y que había pensado en mí. Yo me negué, era feliz en la clase. Llevaba más de veinte años en un aula  y el contacto directo con los alumnos era lo que realmente me producía mayor satisfacción. Gregorio se lo transmitió a Menchén y habló conmigo. Total, que accedí a ser director durante un año. Un año, dos, tres y estuve en la dirección del Vicente Aleixandre hasta el año 2000. Fue una experiencia personal muy gratificante porque es otra labor distinta, en lugar de tener 25 alumnos, trabajas con los 850 que tenía el centro. Compaginaba la dirección con clases en la segunda etapa. 

Como director de un centro público, ¿cómo concebías lo que debía ser la educación pública?

Cuando me dieron por primera vez la dirección lo que hice fue sentarme y decir: «Rafa, no cambies nada». No quería cambiar nada radicalmente porque la escuela estaba funcionando, aunque no fuera como yo quería. Poco a poco, en las reuniones con los profesores fui introduciendo pequeños proyectos, programas y actividades nuevas que iban encaminados a mi concepción de lo que debía tener el Vicente Aleixandre. No sé si fue el mejor camino, pero hice lo que me dictaba el corazón. En un año no se conquista ni Zamora, ni el colegio; pero año tras año, con paciencia y buen hacer, el centro adquiere el aire que le quieres dar a ese proyecto educativo. Todas las decisiones que se tomaron siempre fueron en consenso y con el apoyo del profesorado, algunas de mis ideas las tuve que descartar, por supuesto.

¿Qué cosas echabas en falta?

Pienso que lo más importante dentro de un centro escolar son los alumnos, porque son el motivo por el que todos estamos trabajando allí. Es por ello que si veía a un alumno con un problema, no podía dejarlo pasar, me tenía que detener en él y atenderlo. Todas mis propuestas iban encaminadas a tener una mejor atención al alumno. En el caso de los tutores, siempre he dicho que me gustan los maestros que yo llamo artesanos. Son esos profesionales que cuando un alumno falta a clase se preocupan por el motivo de su ausencia y que le demuestra al alumno que se interesa por él. Padres, profesores y alumnos debemos incidir en el mismo punto, y si no estamos de acuerdo, por lo menos confluir en los aspectos más genéricos. Habrá alumnos que opten por el camino de la izquierda, otros por la derecha, otros por arriba y otros por abajo; habrá alumnos que tarden una hora en llegar al punto que queremos y otros que tarden dos semanas, pero lo importante es que al final todos lleguen.

Finalizas tu etapa en el Vicente Aleixandre para adentrarte, una vez más, en un nuevo proyecto educativo que arrancaba de cero, el CEIP Pedro Antonio Alarcón.

Después de estar quince años trabajando en el Vicente Aleixandre, Menchén me pidió que me hiciera cargo de la dirección del nuevo colegio que se estaba construyendo en Valdemoro, el CEIP Pedro Aguado. Me negué a la propuesta, pero me llamaron desde la inspección porque el director territorial quería hablar conmigo. Ya sabía yo para qué era, y después de la reunión, salí más o menos convencido. Asumí, como en el Vicente Aleixandre, un año más como director. Comenzamos una semana más tarde y el colegio todavía estaba sin terminar aunque los servicios mínimos para el funcionamiento estaban cubiertos. Hubo bastantes padres que se manifestaron en la puerta del centro y yo le propuse a la inspección invitar a todos los padres a una reunión para que vieran el centro y el estado en el que se encontraban. Así lo hice, vieron que las aulas que necesitábamos estaban listas y el comedor funcionaba. Los padres salieron contentos y el colegio empezó a funcionar con normalidad con sesenta y tres alumnos y unos catorce o quince profesores. Todos los docentes que enviaron al centro eran mujeres interinas con una ilusión y ganas tremendas de trabajar. Tuvimos que empezar de cero porque desarrollamos toda la documentación que un proyecto educativo necesita. Todo lo hicimos siempre teniendo en cuenta la opinión de los padres.

En tu opinión, ¿qué debe ser un colegio público?

Es un conjunto de personas que inciden en la educación de los alumnos. Hoy en día tenemos pizarras electrónicas, tablets, ordenadores, etc.; todo eso son recursos, herramientas con las que trabajar. Bien empleados son una maravilla porque abren el abanico de opciones con los que desarrollar la educación, pero lo importante es que los responsables implicados en el proceso educativo estén de acuerdo para marcar las pautas y la hoja de ruta a seguir en la atención a los alumnos. Para ello hay que crear una metodología avanzada que contemple cómo se van a impartir todas las materias. El profesorado debe estar en continuo proceso de reciclaje para adaptarse a las nuevas formas de aprender de los alumnos. Cuando comencé en esta profesión la educación era muy sistemática y repetitiva. Hoy en día tenemos la posibilidad de crear una educación dinámica en la que se tienden puentes al alumno para que pregunte e investigue.

Rafael Martín también ha sido un gran deportista que ha corrido maratones y ha cosechado sus éxitos en el tenis local. ¿Qué vinculo has tenido con el deporte?

El deporte siempre me ha atraído, pero cuando era chaval no tenía muchas posibilidades de practicarlo. Lo máximo que hacíamos era coger las bicicletas para ir a visitar los pueblos cercanos a Ávila y coger zarzamoras. Empecé a practicar deporte en la mili, un día nos dijeron que teníamos que hacer salto de altura, yo no había hecho salto de altura en mi vida. Cuando empecé a trabajar en la profesional ya hacía deporte. Tengo un hermano maratoniano, de los que están por debajo de las tres horas, y me empezó a introducir en las carreras poco a poco. Más tarde empecé a jugar al tenis con otro de mis hermanos, que vivía en Valdemoro también. En esa época no había pistas de tenis aquí y nos teníamos que ir a Aranjuez o a Getafe. He sido autodidacta siempre. En verano jugaba en Ávila y aprendí a base de darle golpes a la pelota. Técnicamente no era de los mejores, pero tenía una característica muy significativa, pasaba una bola más que el contrario. Siempre he sido muy luchador, y como las carnes no me pesan, corría como una gacela. Dejé de hacer deporte cuando comprendí que el esfuerzo que hacía para mis años era excesivo. Me dije: «Rafa, hasta aquí hemos llegado». Lo mismo me pasó con el maratón. Tengo una buena asesora y compañera, mi esposa Pilar, que me hizo ver que no tenía veinte años para hacer el esfuerzo tan grande que supone un maratón.

En la actualidad eres voluntario en las actividades deportivas del Centro de Mayores, ¿qué te aporta esta experiencia?

Cuando me jubilé me apunté al Centro de Mayores para hacer ejercicios con aparatos. Me dijeron que necesitaban una persona, y como soy alguien que no sabe decir que no, accedí a ser voluntario. Personalmente, es muy satisfactorio porque conseguimos no solo que practiquen deportes, sino, lo que es más importante, que salgan de casa. Hay mucha gente que sufre mucha soledad o tiene circunstancias muy complicadas. Que esas personas tengan el ánimo para levantarse e ir a clase es digno de admiración. La gente te acoge y te da su cariño. Me gusta porque tú les das uno y recibes cien a cambio. Mis nietos se quedan sorprendidos cuando vamos andando por la calle y me para mucha gente a saludarme. Me aporta tanto que es una satisfacción el poder colaborar, ayudar y ser parte de un proyecto de voluntariado. 

Para finalizar la entrevista me gustaría que me hicieras una valoración sobre lo que ha supuesto Valdemoro para ti.

Valdemoro es mi pueblo. Me siento tan abulense como valdemoreño. Mis hijos se han criado aquí y han elegido Valdemoro para vivir y crear sus familias. Aquí es donde vivimos felices, donde tenemos nuestros amigos y familia y donde hemos disfrutado de las pequeñas y grandes cosas. Llevamos viviendo aquí cincuenta y dos años, hemos visto crecer un pueblo que no tenía calles asfaltadas y donde la gente trabajaba el campo. Hoy es una ciudad con todos los servicios: colegios, un hospital, el ambulatorio. Lo sentimos como algo nuestro. El año que me ofrecieron dar el pregón al principio creí que era para darlo en el Centro de Mayores, cuando me dijo que era para darlo en la plaza sentí una responsabilidad muy grande porque es un municipio con 70 000 habitantes. Fue un honor y cada gesto de cariño que recibo me ha hecho sentirme más valdemoreño.

Tanto él como su mujer Pilar no han dejado su actividad en Valdemoro. Como bien nos cuentan ellos: «Somos personas activas. A mis nietos les digo que el abuelo va a estar haciendo deporte hasta que sea mayor. Ellos se ríen y me dicen que todavía no soy mayor. Lo importante para nosotros son los nietos. Nuestra vida gira alrededor de ellos y de nuestros hijos. Para nosotros la familia es lo más importante».

Texto_Sergio García Otero

Fotografía_Ncuadres