«Hago el pan que me gustaría comer»
Siempre he tenido especial interés y devoción por los oficios artesanales. En este tipo de tareas, que en un tiempo ocuparon el grueso de la actividad económica del mundo, hay un equilibrio entre practicidad y arte, ingeniería y creatividad, entre labor y amor por lo que el artesano hace. Ahí, en el cuidado y dedicación que el profesional pone en la manera en la que desempeña su trabajo es, para mí, donde reside el oficio.
No es nada novedoso decir que el proceso industrial que comenzó en el siglo pasado dejó a un lado los oficios para sumirnos en la era de la eficiencia y la tecnología. Sin duda, unos avances que trajeron consigo mucho crecimiento, pero que sembraron la semilla de un proceso de deshumanización de la mayoría de la producción de nuestra era.
Resulta evidente que, para algunos procesos de producción, como puedan ser la creación de automóviles o maquinaria, la precisión tecnológica de la industrialización es positiva. Sin embargo, cuando hablamos de alimentación, revisar los modelos de producción y el origen de los alimentos que consumimos comienza a ser una obligación si queremos cuidar nuestra salud.
En este número de noviembre conocemos a Arturo Sánchez, panadero de profesión y emprendedor de Pan de Madre Tierra, un obrador que aúna tradición, artesanía y alimentos de origen natural. Vecino desde hace casi veinte años, ha dedicado toda su vida profesional al estudio de los procedimientos panaderos y pasteleros para entender cuáles son los orígenes de este oficio milenario. Arturo no solo destaca como un excelente profesional, referente en su oficio a nivel nacional, sino que también es un vecino de Valdemoro comprometido con el deporte y las actividades locales. A través de Pan de Madre Tierra, patrocina a la piloto Irene Sandín, ha ayudado a El Cid Triatlón Valdemoro Club, el Club de Fútbol Inter de Valdemoro y colabora con el Ayuntamiento en la celebración de eventos. En definitiva, hoy conocemos a un vecino que enriquece el valor humano de nuestro municipio.
Originario de Belinchón, en Cuenca, ¿cómo era Arturo en la infancia y juventud?
En mi infancia fui un chico bastante rebelde y muy inquieto, siempre he sido así, muy curioso y con ganas de explorar. Crecí en un pueblo pequeño de unos 400 habitantes, donde apenas había cinco o seis chavales de mi edad. Los fines de semana, al estar tan cerca de Madrid, el pueblo se llenaba de gente, y nos juntábamos unos 20 o 30 jóvenes, pero mi grupo de amigos del pueblo siempre fue reducido. Tuve la suerte de vivir una infancia en la que conocí tanto lo antiguo como lo nuevo. Jugábamos con canicas, peonzas, y hasta tirábamos bolas de barro con un palo o le dábamos golpes a los cardos, pero al mismo tiempo nos tocó el cambio hacia lo moderno: llegaron la Gameboy, la PlayStation y, finalmente, Internet. Creo que esa mezcla de lo tradicional con lo moderno marcó mucho mi manera de ver el mundo.
¿Qué posibilidades laborales te ofrecía una zona tan rural?
Eran bastante limitadas. Me crie en el seno de una familia ganadera y hostelera, y desde pequeño estuve muy involucrado en el negocio familiar. Empezamos como ganaderos, con ovejas y cabras, y desde niño ayudaba a mis padres, aprendiendo la importancia del trabajo duro y el esfuerzo, valores que siempre he considerado fundamentales. Más adelante, mis padres decidieron emprender en hostelería, cuando yo tenía unos ocho años. Así que prácticamente he crecido trabajando de cara al público y aprendiendo el oficio en nuestro negocio familiar. Sin embargo, al terminar la EGB a los 14 años, me planteé qué más podía hacer. Hice un FP en explotaciones agrarias, pero al final las opciones laborales en el pueblo seguían siendo pocas: dedicarse a la ganadería, la agricultura o trabajar en la construcción. Mi hermano Pedro Antonio, que me lleva seis años, ya había comenzado a abrirse camino en el mundo de la cocina en Getafe y fue entonces cuando decidí unirme a él y probar suerte en la ciudad.
En lo rural no había tantas oportunidades laborales, pero seguro que te quedas con muchas cosas de allí. ¿Qué es lo que más valoras de haber crecido en un entorno así?
La nobleza de la gente. En un núcleo pequeño todos nos conocemos y hay un sentido de apoyo mutuo; nos tenemos que ayudar entre todos. Eso fomenta la solidaridad y el respeto, valores que son fundamentales para mí. Además, en el pueblo aprendimos a valorar las cosas que teníamos, quizá precisamente porque había carencias que en la ciudad no se notan tanto. Otro aspecto muy importante es el aprendizaje del origen de las cosas. En la vida rural, sabes de dónde viene lo que consumes. Sabíamos que los huevos venían de las gallinas, no de una caja de supermercado, y que la leche viene de la ubre de un animal, no de una fábrica. Teníamos una pequeña huerta que cultivábamos entre los amigos, lo que nos conectaba con lo natural y nos enseñaba a valorar los procesos y el esfuerzo detrás de cada cosa. A pesar de la cercanía con Madrid, el estilo de vida rural nos dejó esos valores y aprendizajes que hoy aprecio muchísimo.
Llegas a Madrid muy joven para buscarte la vida. ¿Cómo viviste tener que emigrar tan pronto de tu pueblo?
Fue un cambio radical y no fue fácil al principio. No es lo mismo venir a la ciudad por ocio que dar el salto para quedarte y construir un futuro. Recuerdo una anécdota muy curiosa: tenía unos 15 años y, en una de las primeras veces que vine, un amigo y yo subimos al metro, pero no sabíamos cómo usar la escalera mecánica porque nunca habíamos usado una antes. La adaptación fue un proceso. Separarme de mi familia y amigos fue lo más difícil, ya que no conocía a nadie al principio, y la vida en la ciudad era rápida y distinta. Sin embargo, recuerdo que en esa época era relativamente fácil encontrar trabajo. Aunque empecé estudiando bachillerato, terminé dejándolo en unos meses y decidí ponerme a trabajar. Más tarde hice un módulo de electrónica, pero siempre iba combinando estudio y trabajo, probando en diferentes oficios. Trabajé en una empresa de rodamientos y hasta en mudanzas. La facilidad para encontrar empleo me ayudó a adaptarme, y esa experiencia temprana me enseñó a moverme y a aprovechar cada oportunidad.
¿Cómo llega la panadería a tu vida?
Desde los 10 años, siempre vi recetas y cocina en mi casa, y crecí con un gran gusto por la comida. Mi abuela, que vivía justo debajo de nosotros, preparaba de todo: rosquillas, magdalenas, dulces, y hasta hacía queso manchego con la leche de nuestras propias ovejas. A los 20 años, sentí curiosidad por la panadería, así que fui a informarme en la escuela de panadería. Recuerdo que me enseñaron las instalaciones y lo que aprenderíamos, y me decidí a probar. Ofrecían cursos subvencionados por el paro, y me apunté a un curso muy completo de seis meses. De los 20 que empezamos ese curso, soy el único que sigue en el oficio.
¿Qué te sedujo de este oficio?
Su parte creativa, fundamental en este oficio. Lo bonito y lo complicado del pan es que le afectan muchos factores: los tiempos, las temperaturas, el clima y hasta cómo amasas. Cada uno de estos elementos puede cambiar el resultado final, lo que requiere un equilibrio entre técnica y creatividad. Además, crecí viendo a mi abuela hacer pan y a mi hermano elaborar diferentes platos. Había recetas en casa que siempre me llamaron la atención y, a medida que fui creciendo, me di cuenta de que quería aprender a hacer el pan que a mí me gusta. Hay una frase que resume bien esta idea: «Yo hago el pan que me quiero comer».
¿Cuál ha sido el mayor aprendizaje que has tenido desde que comenzaste en este oficio?
Entender la importancia de la calidad y los métodos tradicionales en la panadería. Al principio, me enseñaron técnicas muy industrializadas: masas congeladas, productos precocidos y fermentaciones cortas. Esto es algo que empezó en los años 60, cuando el éxodo de los pueblos a las ciudades aumentó de manera descomunal la demanda de pan, y las panaderías tuvieron que adaptarse haciendo miles de barras al día, sacrificando calidad por cantidad. Con el tiempo, y al ir formándome de manera autodidacta, descubrí el valor de los procesos de fermentación larga y los métodos tradicionales que respetan los tiempos naturales de la masa. Me di cuenta, como muchos otros panaderos en España, de que la clave para hacer un buen pan era regresar a esos procesos más cuidados. Además, volver a hacer pan de calidad también es importante en temas de salud, pues el abuso de técnicas rápidas e ingredientes industriales ha coincidido con el aumento de intolerancias y problemas relacionados con el gluten.
En 2005 llegas a Valdemoro, ¿qué recuerdo tienes de esa primera toma de contacto con la localidad?
Llegué a Valdemoro en 2005 con mi hermano y la experiencia fue un poco como volver a mi pueblo. Aunque Valdemoro ya era grande, con alrededor de 50 000 habitantes en ese momento, tenía ese ambiente de pueblo que me resultaba familiar. Lo que más me atrajo fue precisamente ese ambiente acogedor, donde la gente se conoce y se saluda. Recuerdo que me di una vuelta por el centro del pueblo, explorando las panaderías y pastelerías. Hablé con la gente, y la forma en que me respondían me hizo sentir como si me conocieran de toda la vida.
En 2010 vuelves a tu pueblo, pero no abandonas la panadería. ¿Qué te aportó esa época en la que volviste a tu lugar de origen?
Sentía que necesitaba un retiro temporal, y encontrar trabajo en la panadería del pueblo de al lado fue perfecto. Allí tuve la oportunidad de aprender a elaborar los productos tradicionales que formaron parte de mi infancia, esos dulces y recetas que siempre recordaba. Lo que más me aportó esa época fue profundizar en las tradiciones locales de la panadería y repostería. España es un país donde cada 30 kilómetros encuentras elaboraciones diferentes, incluso dentro de la misma provincia. Eso me hizo valorar aún más la riqueza y diversidad de nuestra gastronomía. Fue una experiencia que no solo me ayudó a perfeccionar mi oficio, sino también a reencontrarme con los sabores y recuerdos de mi niñez.
Como cuando llegaste por primera vez, vuelves a Madrid para seguir estudiando a pesar de haber forjado ya un oficio.
A medida que fui creciendo en este oficio fueron aumentando las ganas de querer tener una propuesta propia de panadería. Con el tiempo me di cuenta de que, si quería montar mi propio negocio, no bastaba solo con panadería; era esencial ofrecer también pastelería. Sin embargo, en pastelería apenas sabía lo básico, así que decidí completar mi formación. Me apunté a un grado medio de pastelería en Aranjuez, en el instituto Alpajés. Era un esfuerzo grande porque trabajaba durante el día y luego me iba a estudiar por las tardes, pero sabía que esa preparación sería clave para mi futuro negocio y para poder ofrecer una propuesta completa a mis clientes.
Estudiar pastelería te abrió las puertas a otro mundo dentro de la gastronomía, la alta cocina.
Trabajé para la cadena NH y en restaurantes de alto nivel, como el Santceloni, que contaba con dos estrellas Michelin. Fue una experiencia enriquecedora, pero también muy exigente. En esos entornos de lujo, la presión es máxima: no solo por la calidad, sino también por la cantidad y la precisión en cada detalle. El nivel de perfeccionismo y la dedicación que se exige son enormes. Estuve en la partida de postres y en la pastelería del restaurante, donde aprendí muchísimo, especialmente sobre técnicas como la elaboración de helados y postres de alta calidad. Sin embargo, la carga de trabajo y el estrés eran intensos, y, aunque aprendí mucho, me di cuenta de que ese estilo de vida no era para mí. La panadería me ofrecía una conexión más auténtica y menos frenética con la cocina, y eso me llevó a decidir regresar a mi oficio de siempre.
¿Por qué tener un obrador propio?
Siempre fue mi objetivo porque, a lo largo de mi carrera, sentía constantemente la necesidad de hacer más, de probar nuevas ideas y experimentar. Sin embargo, cuando trabajas para otros, esas posibilidades son limitadas, ya que probar cosas nuevas implica un costo que los jefes muchas veces no están dispuestos a asumir. La única forma de tener total libertad creativa y de expresar realmente lo que llevo dentro era tener mi propio espacio. Además, crecí viendo a mis padres sacar adelante su propio negocio, lo que me enseñó el valor de ser dueño de tus decisiones y asumir tus propios riesgos.
¿Cómo tenía que ser ese obrador?
Para mí, el obrador ideal tenía que ser un lugar donde se recuperaran los métodos tradicionales de panadería, pero aprovechando las ventajas de la tecnología moderna. Mi visión era volver a los orígenes: formar los panes a mano, cocerlos en horno de piedra, hacer largas fermentaciones, evitar aditivos y utilizar harinas de calidad y de proximidad. Esa era la base. Sin embargo, hoy tenemos una ventaja que nuestras abuelas no tenían: el conocimiento y la tecnología actual. Mi abuela hacía pan de una forma artesanal, como le habían enseñado, sin saber exactamente por qué funcionaban ciertos procesos. Ahora, nosotros conocemos en detalle qué ocurre dentro de una masa de pan y podemos reproducir esos métodos apoyándonos en herramientas modernas. En Pan de Madre Tierra, contamos con cámaras de fermentación controlada, amasadoras de última generación y hornos eléctricos con programas específicos para ajustar la humedad, la temperatura y el suelo de cocción. Aunque mantenemos el espíritu de la panadería de antes, estos avances nos permiten mejorar la precisión y la consistencia en cada pieza.
¿Cómo afectan las largas fermentaciones y los procesos tradicionales a la hogaza final?
Los procesos tradicionales en la elaboración del pan tienen un impacto muy positivo en el producto final, y esto se nota tanto en su sabor como en su digestibilidad. Cuando usamos fermentaciones largas, de entre 8 y 24 horas, el pan desarrolla un sabor más profundo y una textura característica, pero lo más importante es cómo afecta a la salud. Este tipo de fermentación permite que el gluten se degrade de forma natural, lo que facilita la digestión. Al hacer panes de manera industrial, los tiempos son tan cortos que el gluten no tiene oportunidad de descomponerse, lo cual complica su digestión y, en algunos casos, puede afectar la flora intestinal y provocar molestias como el colon irritable. Antiguamente, los trigos tenían un gluten más débil, y los panes eran más digestibles. Sin embargo, con la industrialización, se han buscado trigos con un gluten más resistente y, además, se ha usado nitrógeno en la tierra para incrementar su fuerza, lo que complica aún más la digestión cuando no se fermenta adecuadamente. Como panaderos, somos responsables de la salud de nuestros clientes, ya que el pan es un alimento básico en la dieta mediterránea. Volver a estos procesos tradicionales es una manera de cuidar esa salud, ofreciendo un pan que, además de ser delicioso, es mucho más saludable.
Recientemente habéis recibido el galardón Estrella 50 Panaderos Top de España 2024. ¿Qué aspectos destaca el jurado para conceder este reconocimiento?
El reconocimiento como uno de los 50 panaderos top de España en 2024 valora muchos aspectos que van más allá de la calidad técnica. Este año, participamos más de 300 panaderos y el jurado presta atención a varios detalles en cada pan, como el equilibrio de sabores, la textura y la presentación general. Se evalúa que el pan tenga una fermentación larga, pero sin ser excesivamente ácido, que la corteza sea fina y crujiente, sin una dureza o color exagerados. Además, valoran la manera en que cuidamos el producto en la tienda. Observan si explicamos bien el proceso, cómo está elaborado el pan y si compartimos información honesta sobre los ingredientes. La transparencia es fundamental en nuestra panadería; si, por ejemplo, una barra lleva un 80 % de harina integral y un 20 % de harina blanca, no le decimos a nuestros clientes que ese pan es 100 % integral.
Arturo ha recibido múltiples reconocimientos que destacan su excelencia como panadero. En 2019, obtuvo el segundo lugar en el certamen del Mejor Pan de Madrid, siendo su pan el mejor valorado por el jurado. Desde entonces, se ha consolidado como una de las tres mejores panaderías de Madrid y entre las 50 mejores de España. En 2021, fue finalista en el concurso del Mejor Roscón de Madrid, y en 2023, recibió el reconocimiento de la Asociación de Consumidores Acusval y otro de la Guardia Civil local por su colaboración en los actos del 12 de octubre.
A través de Pan de Madre Tierra participas en muchas actividades locales. ¿Cuáles son tus motivaciones para estar tan presente en la vida de Valdemoro?
Para mí, estar presente en la vida de Valdemoro es una manera de devolverle al pueblo todo lo que me da. Creo que, si queremos conservar esa esencia de comunidad que caracteriza a los pueblos, necesitamos ayudarnos y colaborar entre todos, cada quien aportando lo que puede. Mi objetivo es contribuir a hacer de Valdemoro una ciudad más solidaria y cordial, y desde Pan de Madre Tierra, intento aportar a esa causa de la mejor manera que sé.
Desde que llegaste, Valdemoro casi ha duplicado el número de habitantes. ¿Siguen gustándote las mismas cosas de la ciudad?
Sí, definitivamente me siguen gustando las mismas cosas de Valdemoro, a pesar de su crecimiento. Aunque ahora somos muchos más, la esencia de pueblo sigue viva, y eso es algo que valoro muchísimo. Aquí todavía tenemos esa cercanía, esa familiaridad de que nos conocemos y nos ayudamos. A pesar de que muchos vecinos son nuevos en la ciudad, sigue siendo común que te encuentres con gente que, sin conocerte de toda la vida, ya te tiene confianza: te dejan el paquete en la panadería, o incluso las llaves para que alguien más las recoja. Es esa sensación de comunidad y confianza que hace que Valdemoro, aunque haya crecido, mantenga ese espíritu acogedor y cercano. Para mí, eso es lo que hace a esta ciudad especial.
¿Cómo es tu día a día en Valdemoro?
Es bastante simple y enfocado en el trabajo. Me levanto a las cuatro y media de la mañana, aunque a veces me despierto un poco antes. A esa hora ya estoy en pie, listo para comenzar el día. Normalmente me acuesto alrededor de las diez, así que duermo entre seis y seis horas y media. A las cinco ya estoy en la panadería, donde coordino a mi equipo. En mis primeros años, estaba muy involucrado en todas las tareas, pero a medida que la panadería ha crecido, he aprendido a delegar. Ahora me dedico más a dirigir la producción y asegurarme de que todo funcione correctamente. Aunque no hago yo el pan, siempre estoy presente para dar indicaciones y hacer ajustes. Es un trabajo intenso, pero también gratificante, porque al final, todo lo que hacemos se refleja en la calidad de nuestros productos.
¿Qué planes de futuro tenéis para Pan de Madre Tierra?
Estamos felices porque hace poco que hemos abierto una segunda tienda con obrador en El Restón, en la Avenida Mar Mediterráneo, 133, acceso por el lateral peatonal. La idea es clara: queremos que el buen pan esté al alcance de todos, porque el pan es un alimento de proximidad. Si tienes que desplazarte mucho, es menos probable que lo compres. Por eso, nuestro objetivo es abrir más obradores o despachos en Valdemoro, para que los vecinos puedan disfrutar de pan de calidad sin tener que hacer grandes desplazamientos.
Arturo ha logrado posicionarse como un referente en la panadería artesanal a nivel nacional, gracias a su dedicación y a la calidad de su trabajo en Pan de Madre Tierra. Su pasión por el oficio no solo se refleja en la elaboración de un pan excepcional, sino también en su labor como divulgador de la cultura del pan. A medida que fueron llegando los reconocimientos también aumentó su presencia en medios de comunicación. Destaca su participación en el programa Ruta 179 de Telemadrid, donde compartió el proceso de elaboración del roscón, una pieza icónica de su obrador.
También ha llevado a cabo una colaboración con Radio Nacional, donde tuvo la oportunidad de crear y presentar un programa propio. Durante seis programas, pudo hablar de diferentes aspectos relevantes del mundo del pan, invitando a otros panaderos a compartir su experiencia y conocimiento. Su compromiso con la comunidad panadera y su deseo de crear sinergias entre colegas reflejan no solo su talento, sino también su generosidad al compartir el legado y la tradición del pan.
Texto: Sergio García Otero
Fotografía: Ncuadres