Inicio Entrevistas Entrevista con María Teresa Quevedo Mantilla

Entrevista con María Teresa Quevedo Mantilla

1082
0
patrocinado

A María Teresa le da cierto apuro ser entrevistada. La ha engañado su hijo, dice, porque a ella no le interesa presumir de lo que ha hecho en su vida y hasta le da algo de vergüenza el salir en nuestra revista. Ha tenido la suerte de llegar a su edad con buena salud y, a lo largo de su vida, le ha gustado participar en la vida social de su comunidad. Jamás lo ha hecho para hacerse notar o para colgarse una medalla. Organizó la primera asociación de padres de alumnos en una escuela de Valdemoro porque así se lo pidió el cuerpo. Dentro de la asociación, organizó múltiples actividades porque creía que era lo mejor para todos. Cuando se jubiló, decidió estudiar una carrera y le vino muy bien. Fue una decisión que todavía la llena de satisfacción. Pero María Teresa no ha hecho todo esto por presumir y, a lo largo de la entrevista, insiste en que ha llevado una vida corriente. Una vida normal.

Me has pedido que en el título de la entrevista ponga que te llamas María Teresa, pero todo el mundo te conoce como Uki.

Sí, así muchas de mis amigas dirán: «¡Anda, la Uki en realidad se llama María Teresa!» Estoy segura de que muchas personas que me conocen bien se van a sorprender. Mi madre me llamó María Teresa toda la vida, pero el resto de la familia y todos mis amigos siempre me han llamado Uki. Según parece, en el pueblo alguien no supo pronunciar mi nombre en algún momento y me llamó Teresuki o Taruki, o algo así y me quedé con Uki. Te recuerdo que en Cantabria se utilizan mucho los diminutivos. Un día, un amigo que me conocía como Uki quería comunicarse conmigo e indagó para saber mi verdadero nombre. Llamó al teléfono de casa y lo cogió mi hijo Alberto. «Aquí no vive ninguna María Teresa», oí que respondía. Como todo el mundo me conoce por Uki, ni mi propio hijo se acordaba de mi nombre.

Y te apellidas Quevedo, como el escritor del Siglo de Oro.

Contenido Patrocinado
Publicidad LRDV

Curiosamente, en Cantabria, mi segundo apellido, Mantilla, es más popular y conocido como apellido que Quevedo. El decano del Colegio de Procuradores de Cantabria, primo hermano mío, fue durante cuarenta años Dionisio Mantilla (murió hace unos años); su hermano, Joaquín Mantilla, es un arquitecto importante en Santander; Conchita Mantilla, su hermana, ha formado parte del gobierno de Miguel Ángel Revilla durante dos o tres legislaturas.

¿Crees que la familia de tu padre estaba relacionada con Francisco de Quevedo?

El padre del escritor era de Vejorís de Toranzo y yo soy de San Vicente de Toranzo. Las dos localidades están muy cerca la una de la otra. Por otro lado, la madre de Quevedo, que se apellidaba Santibáñez, era de San Vicente de Toranzo. Somos de la misma zona. Yo no he hecho el árbol genealógico. Unos primos que emigraron a México sí que lo han hecho y me lo han enviado. Estoy pensando en completarlo y ponerle un marco. Es fácil que la familia de Francisco de Quevedo y la mía tuvieran conexión en algún momento dado, pero no hay pruebas de ello.

Naciste, entonces, en San Vicente de Toranzo.

No exactamente. Mi abuelo era contratista de carreteras y, con su sueldo, vivían bien. Además, mi abuela heredó de dos tías que tenían bastante dinero. Conservo con mucha ilusión el testamento de 1902 en el que mi abuela heredó de una de esas tías novecientas mil pesetas. En ese tiempo, tenía que ser mucho dinero, porque algunas de las casas valían cuarenta pesetas. El caso es que yo nací en Villasuso de Anievas, un pueblo muy chiquitito en el que mi abuela tenía una de esas casas. Pero, a los tres años, nos fuimos a San Vicente, que era donde vivía mi abuela. Estoy más unida a este último, porque tengo de allí más recuerdos y he pasado allí muchos veranos. Sin embargo, ahora tengo un cariño muy especial por Villasuso. El verano pasado fui allí con mi hijo Julián. Fuimos al cementerio, a recorrer todo el pueblo. Visité la casa donde nací. De ella recordaba un escalón en particular y, cuando fuimos, allí estaba el escalón. Era un recuerdo de cuando tenía tres años. Me emocionó mucho.

¿Cuándo os vinisteis a Madrid?

Cuando yo tenía nueve años. Éramos cuatro hermanos y yo era la pequeña. Fuimos a vivir a la calle Sainz de Baranda, número 22, casi esquina con la calle Narváez. Mi padre montó un bar en la calle Lope de Rueda, en Madrid. Cuando nos vinimos, estábamos todos en edad escolar. Mi madre había estado interna en el colegio cuando era niña y no quería que nosotros estuviéramos internos también. En San Vicente de Toranzo, mis padres tenían la tienda en una de las casas que pertenecía a mi abuela. Cuando murió mi abuela, la casa donde estaba la tienda no les tocó a ellos y en San Vicente ya no iban a poder vivir de tres vacas. En Madrid, mis hermanos estudiaron en los Escolapios, en el edificio donde había estado la cárcel de Porlier. Allí, durante y después de la Guerra Civil, hubo muchos presos. Y yo estudié en las Teresianas de la calle Goya número 14. Allí terminé el bachiller y después comencé los estudios de perito mercantil. La escuela estaba en la Plaza de España. Tras los estudios, comencé a trabajar en la Central del Ahorro Popular, que dependía de las Hermandades del Trabajo. Era como un banco, pero chiquitito. Luego trabajé en la inmobiliaria Urbis. Allí fui muy feliz. Había muy buen ambiente de trabajo, gracias a un director general que era un cielo. Solamente de oficina, podíamos ser dos mil personas.  Y había un ambiente fenomenal. De ahí, me fui a trabajar a un banco, pero no te digo el nombre porque no me gustó nada nada. No me gustó el ambiente de trabajo. Solo había envidias, zancadillas…estaba en la Gran Vía, en Madrid. Me casé y me despidieron. Porque, entonces, si eras mujer y te casabas, te despedían. Era el año 1965.

Te casaste y tuviste cinco hijos.

Tuve cinco hijos en un espacio de ocho años. Todavía de soltera, yo me había comprado un piso en Moratalaz. Entonces mucha gente se compraba un piso en Moratalaz.  Se lo alquilé a los amigos de unos amigos y, cuando me casé, me dio apuro pedirles que se fueran para que nosotros pudiéramos ir a vivir allí. Así que nos fuimos de alquiler y, al contrario que nosotros, cada vez que alquilábamos un piso, al poco de mudarnos, los dueños nos pedían que nos fuéramos porque lo necesitaban para vivir ellos. En una ocasión, le alquilamos el piso a una señora soltera de cincuenta años. Según parece, nunca había encontrado a la persona ideal. Fue alquilarnos el piso y conocer al que, enseguida, se convirtió en su marido. Otra vez nos tuvimos que mudar. Así que vivimos en muchas casas en Madrid. Yo había alquilado el piso de Moratalaz a un precio de amigo. No solo no pudimos vivir en él. Encima, al final, nos dejaron mucho dinero sin pagar y me lo dejaron hecho unos trapos.

¿Cómo llegáis a Valdemoro?

A mi marido siempre le había parecido mejor criar a cinco hijos en un pueblo que en Madrid. Un día, hubo discusión en casa porque se acabaron las fresas. Era domingo y mi marido dijo: «¡Vámonos a Aranjuez a por unas fresas! Coge el coche, que nos vamos a Aranjuez!». Siempre me decía «coge el coche» porque él nunca se sacó el carné. Ahora me resulta gracioso. En casa era yo la que conducía. Fuimos a Aranjuez y, a la vuelta, me dijo que paráramos en Valdemoro, que le habían hablado de este pueblo. Entramos, vimos, de casualidad unos pisos y, ese mismo día, dimos la señal para comprar uno. Pusimos como condición el volver al día siguiente para asegurarnos de que había todos los servicios que necesitábamos: colegios, médicos… Era el año 1977. Tal vez 1978. Yo creo que ya había nacido mi hija la pequeña. Me gustó Valdemoro desde el primer día, pero, al principio, todos los días encontraba una excusa para irme a Madrid. A mi parecer, en Valdemoro, no había de nada. Me iba a Madrid hasta para comprar un par de calcetines.

Una vez en Valdemoro, volviste a trabajar.

Mi marido tenía un buen puesto de trabajo. Ganaba buen sueldo. Y, un buen día, le dio por dejar la fábrica y montar una granja de conejos. No había estado nunca en el campo, no sabía lo que era un conejo y se le ocurre montar una granja de conejos. Se le murieron todos los conejos y pasamos una mala temporada. Nos dejó a dos velas. A mí me salió un trabajo y volví a trabajar, aquí en Valdemoro. Me puse a trabajar para la constructora Inesco. Siempre se portaron muy bien conmigo. Nos alquilaron la parcela que teníamos y me dieron trabajo. Se portaron muy bien cuando mi marido se puso enfermo. Es cierto que yo era cumplidora y hacía mi trabajo, pero cuando enfermó mi marido, ellos me mandaban a casa para que pudiera estar con él y cuidarlo. Después de los años, sigo quedando con ellos.  De vez en cuando, me llama el director general y quedamos todos para comer.

La enfermedad y muerte de tu marido debieron ser duras.

Murió mi madre y, a los quince días, murió mi marido. Fue curioso: mientras estuve trabajando, no lo llevé tan mal. Pero, cuando me jubilé, se me vino todo encima y me dio el bajón. Un día oí que en la Universidad Carlos III, en Getafe,  habían diseñado una carrera para mayores de 55 años. Me matriculé e hice la carrera de Civilización y Cultura. Creo que yo formé parte de la segunda promoción. Disfruté muchísimo. Los catedráticos estaban muy contentos con nosotros. Nos decían que daba gusto darnos clase porque íbamos allí porque queríamos estudiar. No pasaba lo mismo con los jóvenes. Cuando terminé la carrera, seguí matriculándome en cursos monográficos. De pequeña, no me gustaba nada la Historia. Luego, acabó gustándome mucho.

En esa época, también colaboraste con el Museo de Ciencias Naturales.

Sí, iba dos o tres días a la semana al museo de Ciencias Naturales a enseñar a los niños. Me gustó mucho la experiencia, pero a mí no me gusta mucho la docencia. Me gusta más que me enseñen. Recuerdo que, desde bien pequeña, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, siempre respondía que cualquier cosa menos maestra.

Volvamos a tus primeros años en Valdemoro. Organizaste la primera asociación  de padres de alumnos que hubo en nuestra localidad.

Cuando vine a Valdemoro, fui al director del colegio de mis hijos,  el colegio Cristo de la Salud y le pregunté por la asociación de padres. Me dijo que en Valdemoro aún no había ninguna asociación de padres. De repente, oí salir de mi boca: «¿Formamos la primera?». Nos costó bastante porque, al principio, íbamos cuatro padres a las reuniones. Literalmente cuatro. Era difícil hablar con el resto de los padres y explicarles lo que estábamos haciendo. Cuando dejé la asociación, no cabíamos en el salón de actos. La idea era empezar a hacer cosas con los niños. Valdemoro tenía un autobús. Lo tenían aparcado en la puerta del ayuntamiento y lo usaban cada quince días para llevar al equipo de fútbol al campo del equipo contrario. Entonces me fui donde el alcalde. «No es normal que haya un autobús parado con tantas cosas que hay que hacer en Valdemoro para los niños». Al principio, el alcalde me dijo que estaba loca. Le dije: «He organizado un viaje a Santander, hay muchos niños que no conocen el mar, y nos vamos a un pueblo de Santander, a San Vicente de Toranzo, con ellos». La idea era ir a un colegio que estaba cerrado durante Semana Santa y dormir allí. Conseguí que me lo alquilaran para que fuéramos allí con los niños. Y le dije al alcalde: «Me voy a llevar a treinta y tantos niños a Cantabria». Cada vez que pasaba por el Ayuntamiento, le recordaba al alcalde «nos vamos tal día». Y él me respondía: «Con este autobús no van a ir». Insistí tanto que, para cuando llegó el día del viaje, el Ayuntamiento nos cedió el uso del autobús y nos pagó el primer depósito de gasolina. Con quinientas pesetas cada niño —entonces quinientas pesetas eran más que ahora, pero aun así salió muy barato—, con quinientas pesetas nos fuimos una semana a Cantabria a pensión completa. Una vez allí, los llevamos a que vieran una fábrica de leche. Los dueños eran amigos míos y les convencí para que le regalaran una botella de leche a cada niño. Los llevamos a la bahía y los montamos en lanchas para que dieran un paseo por la bahía. Creo que a las cuevas del Castillo y de la Pasiega al final no pudimos ir porque estaban cerradas temporalmente. Pero los llevamos a muchos sitios y los niños volvieron encantados. Fuimos dos matrimonios y hacíamos la comida en el colegio. Entre todos hacíamos la comida. Juan Luis, el chófer del autobús, que se portaba de locura cuando íbamos de excursión, contribuía como uno más. Hacíamos tortillas de patata, otro día hicimos judías… Como era un colegio, había ollas de esas muy grandes, cocinábamos para todos. Y todo lo hacíamos entre todos. Fue una época muy bonita de la asociación. Recuerdo que, en otra ocasión, fuimos a Griegos, un pueblo de la provincia de Teruel, para ver una necrópolis celta.

Me consta que conseguiste usar el autobús del Ayuntamiento en más ocasiones.

En Valdemoro no había piscina, ni sitio donde bañarse. Así que decidimos llevar a los niños a Aranjuez con el autobús del Ayuntamiento para que aprendieran a nadar. El autobús los llevaba y traía de vuelta. La experiencia fue tan bien que empezaron a protestar los padres de los niños de otros colegios. Así que el autobús llevaba a un grupo de niños, se volvía a Valdemoro a por otro, se traía de Aranjuez a los que había llevado primero y así hacíamos turnos. Con varias madres, nos organizábamos para que hubiera siempre algún adulto con ellos.

También comenzaste a colaborar con las fiestas de Valdemoro.

Cuando nos contaban lo que tenían planeado para las fiestas en Valdemoro, a mí me parecía que todo era gastar dinero: la carroza, la no sé qué… Y yo me decía: «¿Y no se pueden hacer cosas que no cuesten tanto dinero?». Yo no me he criado en la calle, así que no conocía muchos juegos de calle, pero, en Valdemoro había mucha gente que sí conocía muchos juegos infantiles. Así que propuse que se llevara a cabo una actividad en la que se pudieran recuperar todos los juegos tradicionales. En el campo de fútbol viejo, organizamos carreras de sacos, juegos de canicas… Los premios eran baratos: dábamos una medalla al que ganaba.

Me han hablado también de un famoso partido de fútbol.

Para las fiestas, solían proponer un partido de fútbol de solteros contra casados. Entonces las mujeres no jugaban al fútbol. Y yo dije: «¿Y por qué no de solteras contra casadas?». «Dices cada cosa», me respondieron, «¿cómo van a jugar las mujeres al fútbol?». Al final, se hizo y vino más gente a verlo que el día que vino el Atlético de Madrid. Se llenó el campo. Creo que fue en 1979 o en 1980. Convencimos a un árbitro profesional para que viniera a pitar el partido. «No me puedo vestir de negro, que lo tengo prohibido», me dijo, «pero me vestiré de verde oscuro». Lo pasamos bien. Las solteras corrían y no jugaban mal, pero a las casadas les costaba. El árbitro, en broma, les decía a las casadas: «Si pasáis de medio campo, pito penalti a vuestro favor.» Se conoce que entonces yo tenía más imaginación que ahora, porque ahora no tengo ninguna. El caso es que, en aquella ocasión, la gente vino de fuera de Valdemoro y luego se quedaron a consumir en los establecimientos de la localidad. Creo que fuimos pioneros en muchas cosas.

Vas a cumplir 87 años. ¿Sigues conduciendo?

Lo dejé hace unos meses porque ya no tengo los mismos reflejos. Y se me ha hecho duro porque han sido sesenta años al volante. Me ha gustado mucho conducir y pisar el acelerador. Cuando estaba soltera y trabajaba en el banco iba solo por la mañana. Un amigo tenía una inmobiliaria y estaba empeñado en que me fuera a trabajar con él por las tardes. Tenía la inmobiliaria en la carretera de la playa, ahora, Herrera Oria. A mí me resultaba muy complejo ir hasta allí. Trabajaba en el banco en el centro de Madrid, me iba a casa a comer a Sainz de Baranda y luego tenía que desplazarme a Cuatro Caminos para coger una furgoneta que te dejaba en Herrera Oria. No me daba tiempo. Pero un día me hicieron una oferta económica tan ventajosa que acepté trabajar con ellos. Como no tenía para un coche, para ahorrar tiempos, me compré una moto. No pude rechazar su oferta: en la inmobiliaria me pagaban más que en el banco. Luego, con la moto, iba a todas partes. En una ocasión, me fui con una amiga sentada detrás en la moto, hasta Cantabria. Lo pasamos muy bien. En cuanto pude, me compré un coche, un Seat 600. Luego tuve otros, hasta un deportivo de dos plazas, que pintamos de rojo. Me gustaba mucho correr. Entonces, no había limitación de velocidad como ahora. En una ocasión, para las fiestas de Valdemoro, hubo una yincana para hacer distintas pruebas en coche. Se hacía por todo el pueblo. Fui a inscribirme y me dijeron que no me podía apuntar por ser mujer. Me enfadé mucho y discutí con ellos, pero no hubo manera. Me dio la sensación de que, en Valdemoro, todavía había que trabajar mucho para que la localidad se pusiera al día en todos los cambios sociales que entonces se estaban produciendo.

******************************

María Teresa se mantiene activa y, tras la entrevista conmigo, ha quedado a tomar un café con unas amigas. Siempre le ha gustado leer y sigue leyendo con asiduidad. Últimamente, le gustó mucho Patria, de Fernando Aramburu. Lo malo, dice, es que ahora no se acuerda de lo que lee de un día para otro. Ella sigue haciéndolo porque el médico le dice: «Aunque no te acuerdes, sigue leyendo». Dice que ha llevado una vida muy normal y muy corriente. Otros dirían que ha sido una precursora, una mujer que abrió caminos donde entonces no los había para las mujeres. Lo cierto es que no se ha limitado a ser un mero testigo: durante más de cuarenta años, ha participado de forma activa en la historia reciente de Valdemoro.

Texto_Fernando Martín Pescador

Fotografía_Ncuadres

 

¿Has leído el último número de nuestra revista?