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Entrevista a Carlos López Ochoa y Francisco Torres Barrajón

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Dos amigos. Dos socios.

Esta es la historia de una amistad que comenzó hace sesenta años, en 1963. La historia de dos amigos que ha estado ligada a la construcción urbanística y sentimental de Valdemoro. La historia de dos personas que un día decidieron ser socios. Cada uno encontró en el otro la seguridad y el apoyo necesarios para embarcarse en múltiples aventuras laborales. Esta es la historia de dos personas que empezaron de la nada, que se arruinaron dos veces y que siempre supieron remontar todo tipo de adversidades. Tanto es así que, cuando, hace unas semanas, nos acercamos a uno de ellos, a Carlos López Ochoa, para entrevistarlo en La revista de Valdemoro, nos dijo que la entrevista tendría mucho más sentido si se la hacíamos junto a su socio de toda la vida, Francisco Torres Barrajón.

Francisco nació en Villarta de San Juan (Ciudad Real) en 1943. Su padre era guardia civil y estuvo destinado en la 204 Comandancia de Ciudad Real hasta que lo destinaron en Madrid, en la Dirección General de la Guardia Civil, en la calle General Mola (en la actualidad, calle Príncipe de Vergara). Francisco tenía 14 años cuando llegó a Madrid. Había estudiado un año en un convento de los dominicos, pero decidió que no era lo suyo y se vino a Madrid con toda la familia. Comenzó trabajando en un taller de la calle Galileo; luego estuvo en Repuestos Norte (haciendo recados, yendo y viniendo a por piezas) y, en cuanto pudo, se sacó el carné de conducir. En 1963, se enteró de que en el taller de muebles Anguita Hermanos necesitaban operarios. Allí conoció a Carlos, que estaba a punto de casarse y se iba quince días de viaje de novios. El mismo Carlos le hizo la prueba para entrar a trabajar en Muebles Anguita, pues Francisco iba a comenzar sustituyéndolo como conductor. Así, en el primer día de trabajo en Anguita Hermanos, a Francisco Torres le tocó llevar los muebles a casa de Carlos López.

Carlos nació en Figueras, Gerona, en 1937. Entonces, su padre, un campesino, estaba movilizado en plena Guerra Civil. En un momento dado, la madre de Carlos decidió venirse con su madre a Algete, en Madrid. A los nueve años, Carlos ya trabajaba cuidando vacas en Algete. Fue a la escuela dos meses, en invierno, cuando apenas había trabajo, durante dos años. Estudió durante muy poco tiempo, pero las cuentas siempre se le dieron bien.

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A los catorce años, se fue a trabajar a una cantera. Allí trabajaba de sol a sol y allí ganaba el doble de lo que ganaba su padre. Había en la cantera unas cuatro cuadrillas y allí picaban y cribaban la arena y la grava. Eran los años en los que se iniciaron las obras de remodelación del estadio Santiago Bernabéu y se configuraba el paseo de la Castellana en Madrid. En la cantera, los camiones se cargaban a pala. Si cargabas un camión hasta arriba, las ruedas iban hundiéndose y luego no podías sacarlo. Así, antes de cargarlo, se le ponían unas chapas de hierro debajo de las ruedas y, conforme lo ibas cargando, debías moverlo a un lado y otro para que no se hundiera. Los chóferes de los camiones solían esperar en una chabola cercana donde se vendía café y bocadillos y a Carlos le encargaban ocuparse de mover los camiones adelante o atrás según interesara. Un día, le ofrecieron sacarse el carné de segunda y, como era decidido, se apuntó y se lo sacó antes de irse a la mili.

Pertenecía él a la quinta del 58. Entonces, casi nadie tenía carné de conducir, con lo que, en cuanto supieron que él lo tenía, lo metieron de chófer. Se libró de hacer instrucción y apenas lo llevaron a hacer tiro. Primero llevaba y traía en un Dodge a un teniente coronel al Pardo, pero a los meses, solicitó otra ocupación, ya que apenas podía ir a ver a la familia y a su novia. Le dieron una furgoneta y le encargaron repartir pan en todos los cuarteles de Madrid y alrededores.

Cuando terminó el servicio militar, continuó como repartidor de cola para pegar muebles. Además, ayudaba a su tío, que tenía una pastelería en la calle General Martínez Campos. Carlos había conocido a Loli, su novia, en las fiestas de Algete, cuando ella había ido a visitar a una tía, y estaban preparándose para casarse. Loli trabajaba para un médico, amigo de su padre,  en el centro de Madrid. Se ocupaba de recibir a los pacientes, de desnudar, pesar y medir a los bebés… Para esas fechas, Carlos se enteró de que en Muebles Anguita necesitaban un conductor. Allí, de 1200 pesetas que ganaba con las colas, pasaría a cobrar 2000 pesetas al mes.

En 1963, a punto de casarse, a Carlos le encomendaron que entrevistara al camionero que iba a sustituirlo durante los quince días en los que iba a ausentarse por su luna de miel. Así conoció a Francisco. En su primer viaje, a Francisco le encargaron llevar los muebles a casa de Carlos, que estaba ultimando el lugar donde iba a vivir con su mujer. Cuando volvió del viaje de novios, en Muebles Anguita decidieron que Francisco se quedara más tiempo y  compraron una DKV para ampliar el servicio de transporte. Francisco estuvo así dos años hasta que tuvo que irse a la mili.

Cuando Francisco terminó el servicio militar, su padre, que era taxista, tuvo un problema de estómago y Francisco se puso a trabajar con el taxi por Madrid. En una carrera hacia la Puerta de Toledo, se cruzó con Carlos, que iba en el camión y este le tocó el claxon. Quedaron tras el encuentro y fue entonces cuando Carlos le ofreció trabajar en sociedad. Muebles Anguita, que hasta entonces había estado en la calle Julia Mediavilla, en Madrid, debía trasladarse a otro lugar. Estaban construyendo pisos alrededor del taller y era cada vez más difícil operar desde allí. Eligieron trasladarse a Valdemoro. Carlos vio y ayudó en la construcción de las nuevas naves de Muebles Anguita. Se instalaron en lo que ahora es el polígono El Prado. Trajeron arena y grava de una cantera en la carretera hacia San Martín de la Vega y tuvo que traer también siete viajes de piedra de los cerros de Seseña. La entrada a la fábrica estaba pegada al Colegio Cristo de la Salud. Entonces, en Muebles Anguita trabajarían más de 100 hombres. También había unas 70 mujeres que se dedicaban a barnizar los muebles.

Los dueños de Muebles Anguita compraron un camión Pegaso para hacer todo el transporte de muebles y ofrecieron a Carlos López que se ocupara del camión como autónomo. Se evitarían así las dietas del transportista. Ofrecieron a Carlos el préstamo del Pegaso a un interés del cinco por ciento. Carlos pensó entonces en Francisco. Todo parecía más fácil si se ocupaban del transporte entre los dos. Fue  entonces cuando Carlos se cruzó con Francisco conduciendo el taxi de su padre hacia la Puerta de Toledo. Así comenzó la aventura de los dos socios. Pusieron una cama en la parte trasera de la cabina y se embarcaron a distribuir muebles por toda España. Uno de los viajes más frecuentes era a Barcelona. Entonces, tardaban más de trece horas en llegar de Valdemoro a Barcelona. En Barcelona, pronto contactaron con la empresa de lavadoras New Pol, que necesitaba que alguien les trajera las lavadoras hasta San Fernando de Henares. Carlos y Francisco pasaron así unos dos años, compartiendo camión, llevando muebles a Barcelona y trayendo lavadoras hasta Madrid. El negocio funcionaba y los dos socios pudieron comprar otro camión. Así, consiguieron tener una flota de hasta once camiones. A toro pasado, piensan que, si, en esos tiempos, hubieran comprado pisos en vez de camiones, habrían hecho mucho más dinero.

Carlos López Ochoa

El trabajo de camionero era en los años sesenta del siglo pasado mucho más físico que en la actualidad: en muchas ocasiones, había que ayudar a cargar y descargar el camión o, cuando menos, había que atar y desatar la carga. Tanto Carlos como Francisco, subían y bajaban del camión con agilidad. Estaban acostumbrados a saltar desde la parte alta con facilidad. En uno de estos saltos, en 1968, Carlos se fastidió un tobillo y estuvo tres meses sin poder conducir. Aprovechó para sacarse la cartilla de taxista. Decidieron comprar un taxi y contrataron a un conductor para que lo llevara. Tuvieron el taxi durante dos años y, luego lo vendieron para comprar otro camión.

Francisco Torres Barrajón

Los dos amigos nadaban en cierta prosperidad y decidieron invertir en otros negocios. Pero todo sería más fácil si se venían a vivir a Valdemoro. Carlos y su familia todavía vivían en la Corredera Alta de San Pablo, en pleno centro de Madrid, y convencer a Loli, su mujer, de venir a vivir a un pueblo de cuatro mil quinientos habitantes con las calles sin asfaltar no fue fácil. En 1972, los dos socios abrieron en la calle Estrella de Elola la discoteca El Submarino, que fue una verdadera revolución social para la localidad. Trajeron un discjockey, tenían un portero para controlar las entradas y las salidas y pusieron a varias personas sirviendo en las barras. Abrían todos los sábados y los domingos, los días festivos y, en la última etapa, también todos los viernes. Allí se conocieron muchas parejas de Valdemoro, con lo que El Submarino contribuyó a la construcción del nuevo tejido familiar de Valdemoro. Francisco y Carlos trabajaban toda la semana en el camión, yendo y viniendo a Barcelona, viajando por toda España y, cuando llegaba el fin de semana se sumergían a trabajar en El Submarino.

La discoteca abría, de alguna forma, en dos sesiones: desde primera hora y hasta las diez de la noche, acudían los polillas, los guardias jóvenes, con sus novias y amigas; a partir de las diez, iba la gente del pueblo. Llegaron a traer a grupos como Tequila, Los Bravos y Nino Bravo; colaboraban con el Ayuntamiento en diversas actividades de las fiestas, como la elección de las damas de las fiestas y colaboraban, con frecuencia, con la Escuela de Guardias Jóvenes. En una de estas, compraron una vaquilla que se toreó en la plaza y acabó como plato principal de un guiso popular en la Escuela de Guardias jóvenes. Todas estas conexiones les permitieron conseguir más trabajo para los fines de semana. Muchos guardias civiles que se trasladaban a otros lugares de España pedían a Carlos y a Francisco que se ocuparan del transporte de la mudanza.

Eran tiempos en los que, cuando se estaba de viaje, no era tan fácil contactar con la familia. Cuando nació José Manuel, el segundo hijo de Carlos, los dos socios se encontraban en Lugo, cerca de Sarria, en el alto do Poio. Era enero y allí les cayó una nevada considerable. Carlos llamó a casa y supo del nacimiento de su hijo. Cuando llegaron a Madrid, Francisco se fue con el camión y Carlos tomó un taxi, recogió a su hijo mayor y ambos se fueron a ver al nuevo miembro de la familia.

En 1975, cerró Muebles Anguita. Fueron tiempos difíciles. Tuvieron que malvender la mayoría de los camiones. Se los compraron unos feriantes de Badajoz. Fue El Submarino el que les ayudó a mantenerse a flote. Al poco tiempo, consiguieron trabajar para Milupa. Conservaron así cuatro o cinco camiones y continuaron en el mundo del transporte. Seguían con la discoteca durante los fines de semana (más adelante, se convertiría en el pub Hit y lo llevarían sus hijos; el pub se convertiría en una tienda de ropa en la segunda década del siglo XXI). Además, estuvieron unos cuatro años vendiendo licores en pubs y discotecas de Toledo. Muchas tardes, volvían a casa de trabajar, cogían la carpeta y se iban a cobrar los licores a los clientes. Era la mejor hora para encontrar a los dueños en esos lugares. Cobraban al contado y, a veces, podían recaudar hasta dos millones de pesetas en una noche (doce mil euros). Carlos ideó una forma de esconder el dinero recaudado dentro de la rueda de repuesto del coche para evitar perder una gran cantidad de dinero por un robo inesperado.

Compraron también una casa en la calle Libertad. Francisco recuerda cómo su mujer fue a dar la señal y le hicieron un recibí en la parte trasera de una hoja de calendario. Más adelante, vendieron esa casa para que un constructor levantara un edificio y consiguieron, como pago, el 33 % de lo edificado.

En la actualidad y después de sesenta años, Carlos y Francisco siguen siendo socios. Insisten en seguir con todo a medias. Conservan el alquiler de dos locales comerciales que les permiten complementar adecuadamente las exiguas pensiones de autónomos. Carlos tuvo que jubilarse anticipadamente a los 64 años. Dos operaciones de espalda tuvieron la culpa. Francisco se jubiló a los 66. Consiguió entonces vender el último camión que conservaban.

Los dos amigos tuvieron tres hijos: Paco, dos hijas y un varón; Carlos, dos hijos y una hija. Ambos siguen casados con sus novias de siempre. Francisco recuerda que conoció a su mujer en Entrevías. Primero, mientras construía la casa familiar; luego, gracias a los guateques que organizaban en torno a un picú (tocadiscos).

Últimamente, Francisco ha pasado una mala racha de salud. Sale menos de casa. Sin embargo, se asegura de llamar por teléfono a Carlos todos los días, puntual, a las ocho de la tarde. Dice que, cuando estuvo hospitalizado, Carlos fue a verlo todos los días. Francisco Torres Barrajón y Carlos López Ochoa. Dos socios. Dos amigos. Dos compañeros de este viaje que hacemos por la vida.

Texto_Fernando Martín Pescador

Fotografía_Ncuadres

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