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Entrevista con Laura Lavilla

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Creo que he demostrado siempre y explícitamente mi admiración por cada uno de los personajes que he entrevistado para esta sección de La revista de Valdemoro. Espero que todos ellos sean conscientes de que mi admiración es sincera. De todos ellos he aprendido. Con todos ellos he disfrutado durante la entrevista. Todos ellos me han hecho reflexionar sobre una serie de temas vitales importantes para mí. Nos sentamos delante de un café y comienzan a desplegar sus vidas, que yo comienzo inmediatamente a convertir en películas dentro de mi cabeza.

Laura Lavilla, la mujer que hoy tengo delante de mí, no es una excepción. Su recorrido vital, su visión del mundo, su pensamiento libre, su amor por la música y su esfuerzo para que la música sea parte de la vida del mayor número de personas despertaron mi admiración desde el día que la conocí. Nacida en Madrid, se crió en Zaragoza, estudió dos años de primaria en París y desarrolló una buena parte de su carrera musical en Valencia, hasta que volvió, de nuevo, a Madrid. De ahí, se trasladó a Valdemoro y, desde 2010, ha trabajado en la Escuela Municipal de Música.

Laura ha interpretado como soprano el papel de Lucrezia Contarini (personaje protagonista de Los dos Foscari, de Verdi) en la Scala de Milán; ha interpretado el personaje de Desdémona (en la ópera de Otelo) junto a José Cura y Lucio Gallo; ha interpretado al personaje de Alice (en la ópera de Falstaff) junto a Renato Bruson; Laura Lavilla ha sido cover (cantante sustituta) de Daniela Dessi en Don Carlo y en Aída; fue becada para trabajar con Mirella Freni en Módena, ha ganado el primer premio de zarzuela en Alcoy y Sanmilírico, el primer premio de voces femeninas en el concurso Aprile Millo en Estados Unidos, fue la ganadora de la ópera estudio en el papel de Suor Angélica en Cataluña…

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Conviene, casi siempre, comenzar por el principio.

Regresé de París a Zaragoza cuando tenía once años. A mi padre, que le encantaba que su hija tuviera una educación global, llena de estímulos, se le ocurrió comprar un piano. Mi padre es una de esas personas vitales, a las que les gusta invitar a sus amigos para que vengan a casa todos los fines de semana, organizar fiestas a puerta abierta. Y, cuando compró el piano, me dijo: «Cuando vengan los amigos de papá, tú podrás tocar el piano para ellos». Así que yo, desde pequeña, me veo inmersa en un ambiente donde tengo que tocar el piano para entretener a los amigos de mi padre y donde tengo que hacer pequeñas representaciones de películas que me hace ver mi padre (recuerdo ver Memorias de África con doce años) vestida siempre con atuendos y sombreros hollywoodienses porque a mi madre le encantan los disfraces. Mi madre y yo nos aprendíamos pequeños diálogos de esas películas y los interpretábamos sentadas en el sillón de mimbre que teníamos en la entrada y que daba al salón a través de una puerta que se convertía en nuestro telón particular. Los amigos de mi padre tenían que ver esas representaciones y yo no lo he entendido nunca. No sé lo que pensarían al respecto (Laura ríe). Y así empieza un poco el tema del teatro, del personaje, a la vez que comienzo a estudiar piano.

Un día, me dicen que no viene mi profesor de solfeo y lo sustituye la profesora de canto. Hacemos una actividad de solfeo y se da cuenta de que subo hasta una nota muy alta, algo que no era normal en una niña. A partir de ahí, me dice que tengo que estudiar canto.

Recuerdo que, un par de años antes, cuando estaba en París y vinieron a visitarme mis padres, yo estaba en la habitación haciendo un puzle de un montón de piezas con mi padre, mientras escuchábamos el disco Tutto Pavarotti, que se había puesto de moda para entonces. Debo explicar que mi padre escuchaba muchísima música en casa. Pero, sobre todo, jazz. Tenía una gran colección de música de jazz del bueno. De música clásica, tenía nada más la Sinfonía del Nuevo Mundo y la Petite musique de nuit de Mozart. Yo crecí con la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvořák, con Tina Turner y con Miles Davis. El caso es que recuerdo ese día en París, haciendo el puzle y escuchando a Pavarotti. Recuerdo que, como bromea Woody Allen con Wagner, a mí, escuchando ese disco de Pavarotti, me entraron ganas de invadir Polonia. Me di cuenta de que me gustaba la ópera, de que ser cantante de ópera significaba viajar por el mundo, libre, sin horarios. Recuerdo que ese día decidí ser cantante de ópera. Tal vez, influyó también el hecho de que el sistema educativo francés se acerca al arte mucho más que el español. Me acuerdo, por ejemplo, que un día vino el padre de un niño de la escuela a cantar un aria de ópera durante las clases y me quedé fascinada.

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Claro que, tuve que esperar hasta los quince años porque, a los once, el aparato laríngeo no está duro. Así que, comencé a estudiar canto a los quince años y, a los diecisiete, di mi primer concierto en el Auditorio de Zaragoza. Y fue impresionante. Tienes que entender que, para una chica, puede ser más impactante que para un hombre. Tienes que entender que a nosotras nos visten de princesas… Canté con motivo del 25 aniversario de la escuela de música J. R. Santa María. A partir de ahí, me tomaron un poquito más en serio y fue todo rodado.

Una proyección meteórica.

Sí. Sin embargo, hubo un impasse porque me puse a estudiar Medicina y la cosa se complicó bastante. Tenía toda la carga lectiva de la carrera, la carga lectiva de piano y la carga lectiva de canto. Puede decirse que ahí hubo un bache, de los dieciocho a los veinticinco, y aparqué un poco el canto. Hay que entender que a mi padre le encantaba darme una formación musical mientras esta se quedara en un hobby. Cuando la música parecía desplazarse a un primer plano, ya no le gustaba tanto. Yo, ahora, echando la vista atrás, lo entiendo. Vivir de la música es muy difícil. Eran momentos muy complicados a la hora de tomar decisiones. Pero tuve claro que en Medicina no se me había perdido nada y dejé la carrera a falta de terminar dos asignaturas para finalizar.

Todo coincidió con la ruptura con mi primer amor. Se casó con otra mujer sin siquiera avisarme y yo decidí romper con todo y me marché a Valencia. Ya tenía el grado medio profesional de canto y, por lo tanto, se había abierto una vía más dentro de la música: el mundo de la docencia. Ya podía impartir clases. En Valencia, continué estudiando en el Conservatorio Superior y comencé a enseñar música para ganarme la vida. Fue un año interesante. Gané el tercer puesto del premio Manuel Ausensi y fui contratada por un semiagente. Salvador Sendra era un señor muy variopinto lleno de energía. Lo vendía todo. Igual hacía contrataciones de pequeños eventos informales para fiestas privadas, que hacía contrataciones musicales o vendía música para grandes eventos. Era capaz de manejar distintos niveles de público y de espectáculo.

Conseguí ganarme la vida bastante bien. Tuve unos años de muchísimo trabajo con él. Me contrató como primera solista y actué para todas las grandes celebraciones: las Fallas, fiestas de las Koplowitz, eventos organizados por Carlos Fabra, fiestas privadas… Fui haciendo unas tablas que no eran habituales en una persona que empieza en un teatro cantando ópera.

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A las personas ajenas al mundo de la ópera nos cuesta mucho entender cómo se puede llegar a ser una soprano de fama internacional. Además de tener las cualidades físicas adecuadas, las habilidades musicales, los conocimientos necesarios y trabajar con tu cuerpo toda la vida, supongo que, además, existirá la tensión generacional entre la juventud y la veteranía, presente en las artes escénicas.

En las artes escénicas prima muchas veces la juventud. Cuando los agentes intentan conseguir trabajo para sus representados, los cantantes nos convertimos en productos. Para un agente, no es lo mismo vender un producto de treinta y cinco años o de veinticinco. Pero, claro, en el mundo de la ópera, es muy difícil vender un producto de veinticinco años para un primer papel porque, por lo general, una chica de esa edad no aguanta un primer papel. Un primer papel implica un gran esfuerzo físico. Tu voz debe sobrepasar a una orquesta entera. Cada inspiración, cada contracción de abdominales aguantando la anchura de voz adecuada suponen una energía considerable. Hace falta tener una musculatura interior que necesita un tiempo para formarse. Una musculatura interior laríngea y abdominal que, según las publicaciones, no se alcanza normalmente hasta los treinta o treinta y cinco años. Cada cinco años, sueles tener un cambio muscular. Si no estás bien preparado, si no haces bien tus ejercicios diarios, la musculatura se resiente, pierde elasticidad y flexibilidad. Pero, si tú vas haciendo todos tus trabajos y ejercicios, puedes mantenerte.

Entonces existe una doble farsa. Se buscan productos jóvenes, pero si pones a una chavala de veinticinco años en la Scala de Milán a cantar una Tosca, le harás un flaco favor porque, probablemente, tardará un mes en recuperarse vocalmente. Además, debes estar preparado psicológicamente para saber gestionar la adrenalina que se genera. Pero el dominio corporal necesita un tiempo de maduración. Cuando tú naces con una voz así, de lírica ancha apta para los primeros papeles escritos en el Romanticismo, encontrar el sitio es muy difícil. Dicen que falta gente con talento. El problema es que la industria está confeccionada de tal manera que no llegas arriba a no ser que te lleven de la mano. Y el hecho de que te lleven de la mano, en algunos momentos, implica cosas diferentes al talento.

Por eso, trabajar con Salvador Sendra, tu «semiagente», te permitió crecer profesionalmente sin necesidad de preocuparte por otros temas adyacentes.

En ese momento de mi vida, un personaje como el de Salvador me daba mucha risa. Posteriormente, con el tiempo, se lo he agradecido mucho. Me dio unas tablas desde muy joven que yo no hubiera podido tener de otra manera. Me dio la oportunidad de cantar óperas, al piano al principio y, luego, con orquesta de cámara, donde tú no tienes que hacer tantísimo esfuerzo como cuando tienes que superar a toda una orquesta de cien músicos.

Además, no tenía dirección de escena. La tenía que preparar yo misma. Tenía que hablar con el técnico de luces. Yo tendría unos veintiocho años. Cantábamos con un atrezo casi construido por nosotros. Era tan divertido. Porque, aunque no estábamos en los grandes circuitos, no se trataba de una función del colegio. Desde el comienzo, fuimos un equipo de grandes músicos, pero todos los espectáculos tenían las connotaciones de algo muy nuestro. Ante cada problema que aparecía, debíamos acudir a la improvisación, y esto te prepara muchísimo.

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Y, en un momento dado, das el gran salto.

Cuando terminé mis estudios en Valencia, yo tenía treinta años, ya canté con la Camerata Fiorentina, un grupo de Barroco muy importante que hacía conciertos en Francia; canté repertorio de cámara, también. Eso ya era más serio. José Sempere, que, en su momento, había sido cover de Alfredo Kraus y había desarrollado gran parte de su carrera artística en Francia y en Italia, pasó a ser mi nuevo agente. Comencé a conseguir contratos interesantes. Con La Bohème, que interpreté en numerosas ocasiones, inauguramos, por ejemplo, el Auditorio de Torrevieja. Trabajé en el Palau de la Música. Parecía que llegaba mi momento para despuntar, pero, con José Sempere, no encontraba el camino y me vine a Madrid. Fue en la capital donde me dieron mi gran oportunidad.

Comencé a trabajar con Lírica Artists, una productora donde Jorge Rubio, director del Teatro de la Zarzuela durante muchos años, y su mujer eran los managers. Te formabas con él, ensayabas los papeles con él y ellos te introducían en las producciones que iban haciendo. Era una manera de ir de la mano de la productora. Con ellos hice cosas muy importantes porque hice un máster en Escena Lírica con Giancarlo del Monaco, y esta persona fue crucial en mi carrera. Él me conoció, escuchó una escena y me becó el curso completo. Y me llevó a los grandes teatros de Europa, donde tuve la oportunidad de ser cover de las grandes figuras.

Giancarlo era un director acostumbrado a mandar y, tal vez porque yo no le hacía la pelota como hacía la gran mayoría, le caía simpática. Recuerdo que estábamos ensayando Falstaff, una ópera bufa cuyo protagonista es un seductor ya mayor que cree que aún puede seducir, a la vez, a dos mujeres jóvenes casadas. Mi personaje, Alice, una de las dos mujeres, debía servir el té y nos encontramos en el teatro con que no había un juego de té para ensayar la escena. Giancarlo movilizó a todo el mundo para que alguien consiguiera un juego de té. Tardamos un buen rato hasta que conseguimos comenzar. En un momento dado, yo, en vez de pasar por un lado, pasé por el otro. Él se puso a gritar: «¡Esto no puede ser! ¡Esto no puede ser! Porque si pasas por aquí…». En un movimiento brusco tiró todo el juego de té y rompió casi todas las piezas. Todos se quedaron paralizados. Y yo le dije: «Muy bonito. Muy bonito lo que has hecho. Ahora compramos otro juego de té y lo volvemos a romper. Mira esta taza no se ha roto». Y la tiré al suelo con todas mis fuerzas (Laura ríe). Él no estaba acostumbrado a que alguien hiciera algo así y ya pasé a ser su Alice. «A pesarte, Alice», me decía, con afán de revancha. Porque me tenía frita con el tema del peso. Así intentaba hacerme bufa delante de la gente. A mí todo esto me dio mucha vida. Era como una película. Yo era consciente de que estaba con uno de los grandes. Son gente que tiene muchas manías, están muy mal criados porque se les da todo lo que piden. Yo para él era un reto. Gracias a esto pude ser cover de Daniela Dessi, la voz más brillante del siglo XXI.

Descubrí el mundo de los grandes, que es un mundo totalmente diferente. Aprendí mucho. Hasta que llegó un momento en el que tuve que elegir entre marcharme o continuar. Si seguía en esa productora, debía hacer una serie de concesiones personales que no quería hacer. Y me marché. No quería perder lo mejor de mí misma. Y al dejar la productora, todo fue mucho más difícil. Hacía audiciones de las que salía muy contenta y no me cogían en ninguna. Fue la época, también, en que empecé a hacer audiciones en el extranjero.  Estuve a punto de entrar en el Teatro Estatal de Hamburgo como primera solista, pero la plaza vacante no se desocupó finalmente. Hice varias producciones en Stuttgart y en Frankfurt, pero no conseguía un buen agente.

Una amiga mía, flautista, cantante, que también se había quedado sin trabajo, coincidió con Rosa Kraus en el aeropuerto y, al oírla hablar por teléfono, escuchó que necesitaban cantantes y músicos para una producción. Decidió abordarla y se ofreció para uno de los papeles y le dijo que conocía a una soprano, esa era yo, que también buscaba trabajo. Rosa es muy accesible y escuchó a mi amiga. Rosa Kraus me hizo una audición y se convirtió en mi nueva agente. En estos momentos, tengo unos veinticinco papeles en voz, pero nadie me contrata para cantar. Yo sigo haciendo mis pequeñas cosas y, al mismo tiempo, me gusta, cada vez más, compaginar mi trabajo como docente, donde me siento muy a gusto.

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Disfrutas trabajando en Valdemoro.

Valdemoro ocupa un lugar muy especial en mi corazón. He pasado por diversos conservatorios y tengo muchos recuerdos de lucha constante. Muchos profesores de música tienen la espinita de no haber podido dedicarse profesionalmente a la interpretación musical. Hay cierto grado de frustración que se convierte en mediocridad. Sin embargo, cuando llegué a Valdemoro, me encontré con un equipo de trabajo fantástico. Es un grupo de trabajo en el que me sentí aceptada desde el primer momento. Y esto me permite hacer mejor mi trabajo. Además, la Escuela de Música de Valdemoro me permite hacer una enseñanza individual. Las escuelas municipales están pecando últimamente de ser excesivamente grupales y de llenar los grupos demasiado. Esto dificulta muchísimo el trabajo de calidad. Para mis compañeros, es importante la enseñanza individual.

Da la casualidad de que la gran mayoría de los profesores tienen un trabajo interpretativo fuera de la escuela y, aparte de la riqueza que eso aporta al centro, ninguno tiene tiempo para criticar a sus compañeros o para meterse en entramados que acaban en malos rollos entre el profesorado. Es la ventaja de tener tu vida llena. Además, esto les permite no solo enseñar música, sino enseñar a los chavales a enfrentarse al público. Nuestros estudiantes salen a tocar fuera de la escuela al menos dos veces al año. Y los profesores también organizamos conciertos para la escuela y para la localidad. Con frecuencia nos inventamos números musicales cómicos.

Y yo vuelvo a mi niñez.

Me traslado al sofá de mimbre donde interpretaba pequeños papeles con mi madre.

 

Texto_Fernando Martín Pescador

Fotografía_Ncuadres