
Tras el éxito cosechado el año pasado, el Club Breverías vuelve a apostar por los autores de relatos breves de Valdemoro con el II Certamen Literario Breverías, una iniciativa que tiene como fin impulsar la escritura en el municipio madrileño.
De todas las participaciones recibidas, se escogieron cuatro finalistas que contaron con la oportunidad de leer los relatos en la entrega de premios celebrada el pasado 16 de mayo en el Lavadero Municipal de la Fuente de la Villa.
La jornada, que acogió a varias decenas de asistentes, contó, además, con la amenización musical del grupo de cuerda de la Escuela Oficial de Música de Valdemoro. Al encuentro acudieron varios representantes del Ayuntamiento: Elena Sánchez Nieto y Elsa Fernández-Gil, del equipo de Gobierno, y Vicente López, portavoz del grupo socialista.

Una vez finalizada la lectura de los relatos, se anunció que Benito García Rodríguez era el creador del relato ganador, Una canción de otoño, una historia desgarradora que se puede leer en estas mismas páginas. El orgullo del valdemoreño no pudo ser menor al verse ganador de la II edición del certamen.

Con la ilusión de los participantes en el corazón, el Club Breverías afirma que volverán al año que viene a preparar una nueva edición de este certamen que se está haciendo hueco poco a poco en la cultura del municipio.
Una canción de otoño
Autor: Benito García Rodríguez
El viento silbaba una suave canción de otoño entre las hojas del hayedo, vestido de ocre y amarillo. Los días agonizaban mientras la noche llegaba inexorablemente prematura, como si el viejo bosque quisiera irse a descansar, fatigado, cada día más temprano.
Amanecí con el rocío casi escarchado sobre mis ropas después de tres días a la intemperie, rehuyendo las bordas donde los pastores se demoraban antes de conducir el ganado a los pastos de invierno de la Ribera. Las becadas sobrevolaban la cercana cima de la montaña con el invierno colgando en sus alas, y las escopetas replicaban sus trinos con estruendo, parapetadas tras murallas de tablas de pino, en contraste sustancial con el rumor del viento entre los centenarios árboles.
La última vez era primavera. El pardo manto del invierno se había tornado verde; el agua alentada por el sol de abril manaba de las entrañas de la tierra y corría ladera abajo, buscando un río para llegar al mar. Las ciervas pastaban con un ojo en la fronda, otro en sus cervatos, y los míos fijos en la ancestral coreografía que ejecutaba su cuerpo sobre mi piel. Ojos negros como el carbón alumbrado de los viejos árboles y piel blanca como la nieve que alimentaba los arroyos. Allí, yaciendo al sol, sus labios me sabían dulces y frescos. Aún puedo saborearlos cuando cierro los ojos.
Regresamos al valle por caminos distintos. Intentábamos mantenerlo en secreto: nadie lo habría entendido ni nos lo hubiesen perdonado, en aquellos días convulsos y confusos. Quizás en otro tiempo o en otro lugar. Pero el destino es tal cual caprichoso, a veces cruel, y resultó imposible. Bastó un comentario indiscreto para que llegase a oídos de quien no debió enterarse nunca.
Llegaron algunas cartas sin remitente y algún cruce de miradas, cargadas de odio, que achaqué a mi condición de foráneo. Hasta que una mañana, el cadáver de un joven mestizo, emasculado y con una bala donde habría estado su corazón, me hizo entender abrupta y nítidamente que no habría líneas rojas, ni concesiones. Pasé varias noches en vela, con una mezcla de preocupación, miedo e intriga. Si sabían dónde, y sabían cuándo, ¿qué les detendría?, ¿les bastaría conmigo, o también ella pagaría el precio? Así que tomé una decisión, que nos marcaría para el resto de nuestras vidas.
Un día no acudí a nuestra cita. Me buscó infructuosamente, sin que nadie pudiera darle una dirección o un número de teléfono donde encontrarme, pedirme una explicación ni desahogarse. Supe tiempo después que se había casado con el anónimo autor de las amenazas: no le quedaron más opciones tras mi renuncia. Y un día, muchos años más tarde, recibí una carta donde me contaban que pocos meses atrás, tras un largo matrimonio y tres hijos, poco antes de conocer a su primera nieta se había ido sin previo aviso. Su marido la encontró días después, en el claro junto al río, cubierta por las hojas secas de las ancianas hayas. La incineraron, después de una misa en la misma ermita donde había sido bautizada. En el único gesto que fui capaz de reconocerle, su viudo guardó las cenizas en un pequeño cofre de madera de haya, sobre la chimenea de la casa familiar.
Era casi medianoche, y mi cruel compañero mordía mis entrañas con saña. Esperé a que la madrugada retirase al último testigo de las calles, y me encaminé a la casona detrás del ayuntamiento, con geranios rojos junto a la puerta. Forcé una ventana, y con todo el sigilo que mi edad permitía me deslicé hasta el salón, donde volví a contemplarla después de tantos años: la fotografía de su boda, celebrada cuarenta años atrás, presidía con ojos tristes la estancia. No sé cuánto tiempo permanecí ensimismado, ajeno a dónde estaba y a mi propósito, hasta que finalmente tomé el cofre en mis manos y abandoné la casona.
Caminé evitando las callejuelas hasta llegar al cauce del río y recorrí los seis kilómetros hasta la vieja ermita sin pisar la hierba donde los ojos de un pastor nacido entre las ovejas me habrían descubierto sin dificultad. Me oculté durante todo un día y una noche, antes de proseguir mi rumbo. En el bosque resultaba sencillo ocultarse, aunque los cazadores volverían en breve y podrían delatarme antes de cumplir mi objetivo. El dolor se agudizaba, sin saber si era a causa del frío o la penúltima llamada a lo inevitable. Forcé mi marcha todo lo que mis años me permitían, quizás un poco más.
Tres días después de nuestro reencuentro el otoño nos había regalado una mañana de cielo azul y un espléndido sol. La hierba de nuestro bancal todavía estaba verde y nos sentamos juntos una vez más, a escuchar la voz del viejo bosque hablándonos a través del rumor del río y el susurro de las hojas. Pasaron las horas, las escopetas callaron; y entonces percibí sus pasos sobre las hojas marchitas que alfombraban el bosque, arrastrándose con el odio contenido y acumulado durante largos años. El dolor se había vuelto insoportable, pero tras una semana sin los parches de fentanilo en mi ajada piel, no podía pedir más.
Los últimos rayos del sol brillaron sobre el cañón de un 308, mientras abría la caja de madera. Estábamos juntos después de tantos años, y estábamos en nuestro hogar. Cerré los ojos y con mi último aliento le rogué en silencio que me esperase, mientras sus cenizas se mecían en la brisa vespertina hasta fundirse con la tierra de sus ancestros.
El viento silbaba una suave canción de otoño entre las hojas del hayedo. El día agonizaba, mientras la noche llegaba cada vez más prematura, como si el viejo bosque quisiera irse a descansar, y reclamase mi fatigada vida.

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