A lo largo de mi periplo vital, tres cosas me han salvado la vida en repetidas ocasiones: el desierto, el café y el arte. Supongo que algún día tendré que responder por las dos primeras, pero hoy hablaré de la tercera. Durante toda mi vida me he sentido atraído por el arte (pintura, escultura, arquitectura, literatura, teatro, música, cine…). Y, durante toda mi vida, he sentido una gran admiración por el artista, por la persona que, de continuo o esporádicamente, produce una obra de arte. Y no estoy hablando solamente del arte al que se refería recientemente el humorista gráfico El Roto: «El dinero mueve el arte que mueve dinero». Estoy hablando de todos los tipos de arte posibles. Y, a bote pronto, definiré arte como todo aquello que hace que mi feo mundo sea más bello. Y definiré belleza el mismo día que explique cómo el desierto y el café me han salvado la vida en repetidas ocasiones.
Es lunes, pronto por la mañana, y me dirijo al taller de trabajo que Juan Diego Miguel tiene en Valdemoro. Juan Diego Miguel es escultor. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que los escultores vivían en la cima del olimpo de las artes. Hoy viven en la periferia. El mismo Juan Diego me confesará durante la entrevista que le voy a hacer dentro de unos minutos que acabó en Valdemoro porque en Madrid no podría haberse permitido tener una vivienda y un estudio como los que tiene en Valdemoro. Hubo un tiempo, no hará siquiera cien años, en que los escultores gozaban de la misma fama que los pintores. Yo mismo me crié en una sección de un barrio de Zaragoza que eligió bautizar sus calles con nombres de escultores. Yo vivía en la calle Escultor Salas. Perpendicular cruzaba la calle Escultor Ramírez. Un poquito más allá estaban las calles Escultor Lobato y Escultor Moreto. Y, sí, estudié cuatro años en el Instituto de Bachillerato Pablo Gargallo, uno de los escultores españoles más importantes del siglo XX. Hoy, cualquier valdemoreño, cualquier madrileño, cualquier español tendría problemas para citar a dos escultores españoles contemporáneos. Mi deseo es que, tras esta entrevista, muchos puedan citar a Juan Diego Miguel.
Es lunes, pronto por la mañana, y me dirijo al taller de trabajo que Juan Diego Miguel tiene en Valdemoro. Me dirijo al taller de un escultor. De un artista. Y ese artista me va a dedicar parte de su mañana para mostrarme su taller, algunas de sus obras y para hablarme de él. Del hombre y del artista. Se me ocurren pocas formas para comenzar mejor una semana. Juan Diego me ha advertido que me abrigue. Que en su taller hace mucho frío. Él mismo sale a recibirme bien abrigado, como si saliera al exterior de una base científica en la Antártida. Es cierto que es uno de los días más fríos de este invierno, pero la percepción de la temperatura y la percepción del arte son muy personales. Una vez entramos en el taller, yo me dejo abrigar por la calidez de muchas de las obras que Juan Diego comienza a mostrarme.
Junto a las obras, se apilan grandes cantidades de materiales de desecho esperando a convertirse en obras de arte. Imagino que Juan Diego ha ido recogiendo todos esos materiales para utilizarlos en sus esculturas. Imagino el cuento de La bella y la bestia. Todos esos materiales han sido embrujados, tienen prisionero a Juan Diego en su taller y el artista baila con ellos todas las noches hasta romper el hechizo. Cuando Juan Diego me ve absorto en todos esos pensamientos, me propone tomar un café, que, una vez más, me salva la vida.
¿Cómo y cuándo llegaste a Valdemoro?
Nací en 1955. Mi padre era secretario de administración local. Nací en un pueblo que se llama Débanos, en la provincia de Soria, muy cerquita del Moncayo. Allí debí vivir unos dos años. De allí nos mudamos, dentro de la misma provincia, a Yanguas, un pueblo medieval, sobre una colina entre tres valles. Es una belleza de sitio. Poco conocido. Apartado de las carreteras principales. Allí pasé toda mi niñez. Cuando yo estaba allí, tendría doscientos o trescientos habitantes. Es un pueblo medieval, como digo, con sus trazas de muralla, su río, el Cidacos, con sus dos o tres puertas de entrada. Es decir, es un pueblo con mucha historia y unos monumentos antiquísimos.
Dicen que la patria de un hombre es su niñez. Creo que es verdad. Aunque no he vuelto, tengo imágenes que me remiten a esos años. Allí crecí y, después, imagínate el shock, entré interno en Los Escolapios, ya en Soria capital. Estuve allí dos años y yo no me supe adaptar. Pegué un bajón tremendo en estudios y en todo. Luego acabé el bachiller aquí en Madrid. Más tarde, empecé Arquitectura. Realmente no sabía lo que quería hacer. Empecé Arquitectura y, allí, descubrí el dibujo. Creo que muchas veces no sabemos lo que queremos, pero, cuando lo encontramos, lo reconocemos. En cuanto me puse a dibujar, supe que eso era lo que quería hacer. Abandoné Arquitectura, tuve que hacer la mili, estuve dieciocho meses en Figueirido, en Pontevedra.
A mi vuelta, me licencié en Bellas Artes en Madrid. La verdad es que no se aprende gran cosa. Una vez que te metes en el oficio, te das cuenta de que tienes que ser tú el que desarrolle tu carrera. Pasas unos años haciendo apuntes del desnudo, del movimiento, te enseñan tres o cuatro técnicas que no te sirven hasta que no las haces tuyas… Acabé, pues, Bellas Artes y comencé con mi carrera artística… Mucha miseria… y hasta ahora (a Juan Diego se le escapa una risa). Llevo en Valdemoro veintiocho o veintinueve años. Expulsado de Madrid por los precios. Yo necesitaba un lugar para trabajar y Valdemoro me ofrecía unas alternativas económicas mucho mejores. Tengo tres hijos. Mi hijo mayor tiene veintiocho años y llegamos a Valdemoro poco antes de que él naciera.
Poco después de llegar a Valdemoro tuviste el privilegio de trabajar con la galería Maeght de Barcelona.
Trabajar con la galería Maeght fue todo un lujo en mi vida. Creo que Aimé Maeght la fundó en la posguerra. Empezaron apostando por Pierre Bonnard, pero apostaron por muchos y grandísimos artistas. Eran los marchantes de la obra de Miró y de Giacometti, presentaron obras de Chagall, Braque, Léger… El edificio de la fundación se encuentra cerca de Niza. Crearon un museo, diseñado por Josep Lluís Sert, para sus artistas. Invitaban a los artistas a pasar el verano en el sur de Francia a cambio de sus obras. El hijo de Chillida me contó que él recordaba haber pasado algunos veranos allí con su padre. Le dejaban una casa y él pagaba con obra gráfica. Llegó a ser un emporio impresionante. Gracias a Miró, instalaron una sucursal en Barcelona. Pensaron originalmente en la Pedrera, pero, al final, eligieron un palacio gótico que se encuentra puerta con puerta con el Museo Picasso.
¿Cómo conseguiste realizar exposiciones en esta galería?
La primera vez que conseguí exponer en Madrid fue en la galería Egam, en 1990. Allí me compraron una obra para que formara parte de la Colección Testimoni, de la Colección de Arte Contemporáneo de la Caixa. Me invitaron a ir a Barcelona para ver la exposición de las obras compradas por la colección aquel año. Eran tiempos difíciles para que un artista de Madrid colocara obra en Barcelona, pero, ya que íbamos, decidí llevar un cartapacio —entonces aún no había páginas web— y mostrarlo por algunas galerías. «El no ya lo tengo», me dije. Fui con Inmaculada, mi mujer, y llegamos a una galería y nos recibieron muy bien. No se comprometieron a nada, pero dijeron que sí estaban interesados. Luego fuimos a otra galería y nos dijeron lo mismo. ¡Qué inocentes que éramos! Eran muy amables, pero, en realidad, se nos querían quitar de encima.
Decidimos ir al Museo Picasso de Barcelona y nos encontramos que, al lado, estaba la galería Maeght, con la que habíamos hablado por teléfono. Nos metimos en ese palacio gótico hermosísimo y nos encontramos con que estaban preparando un cóctel. A mí me dio hasta miedo. Le dije a mi mujer que yo me iba al Museo Picasso, pero ella se quedó con mi cartapacio para mostrárselo a quien fuera. Preguntó por la directora de exposiciones, pero esta le dijo que estaba ocupada con la preparación del evento. Inmaculada le dijo que nos volvíamos a Madrid esa misma tarde. Que ya habíamos hablado con ella por teléfono. Que siendo quien era, con que hiciera así con el cartapacio, con que lo abriera y le echara un vistazo rápido, ella ya sabría si era interesante o no. Tanto debió insistir mi mujer que la directora abrió el cartapacio y le dijo: «¿Sabes qué? ¿Por qué no retrasáis un poco vuestra vuelta a Madrid y yo puedo mostrar esto a la persona responsable?». Así lo hicimos. Inmaculada fue por la tarde y le dijeron que estaban interesados. Que nos veríamos en Madrid, en ARCO, para concretar las posibilidades.
Cuando llegó ARCO, quedamos con el director de la galería, José Muñoz, que era un francés de familia de inmigrantes españoles. Fuimos a recogerlo al Hotel Plaza para que viniera con nosotros a mi estudio en Valdemoro. Desde que nos conocimos y, durante todo el trayecto desde Madrid, José Muñoz, con su acento francés, me recordaba que visitaba muchos estudios todos los días y que, en la mayor parte de los casos, no sucedía nada. Yo le insistía que, para mí, ya era un honor el que viniera a ver mi estudio. Vino y le gustó.
A los pocos meses participé en una exposición colectiva en la galería Maeght de Barcelona y, a lo largo de los años, llegué a hacer tres individuales. Pero desafortunadamente, trabajé con la Fundación Maeght en sus últimos años. El imperio Maeght se vino abajo. Estamos hablando de un verdadero imperio artístico. A finales del milenio pasado, el Museo Reina Sofía hizo una exposición retrospectiva de Giacometti y el ochenta o el noventa por ciento de las obras debían pertenecer a los Maeght. Estamos hablando de una colección de arte de más de seis mil piezas originales y de una obra gráfica que superaba los dos millones de ejemplares.
Pero Maeght se agotó y entonces llegó Werner.
Sé que Werner fue una persona muy importante para ti.
Werner Arnhold. Gracias a él y a su mujer Svetlana yo he conocido a gente increíble. He expuesto en Bruselas, Berlín, París, Mónaco… y tengo obra en colecciones de todo el mundo, todo gracias a él. Debió nacer en 1925, en Alemania. Era judío, con lo que, en un momento dado, su familia pudo escapar a Brasil, que es donde se crió Werner. Tenía negocios por todo el mundo. Era un hombre de grandes negocios. Aparte de dominar el alemán, el inglés, el francés, el portugués, el italiano, conmigo hablaba en «portuñol», pues mezclaba el portugués con el español con mucha frecuencia. Tenía todas sus casas llenas de obras de arte. Tenía grandes firmas y también artistas desconocidos. Recuerdo que tenía un Matisse y algunas piezas renacentistas estupendas.
¿Cómo y cuándo lo conociste?
La primera vez que salí al extranjero fue en 1988. Fuimos a una feria en Niza que era un camelo. Era en verano y el lugar era un verdadero horno. Allí estábamos los artistas y los galeristas cociéndonos a fuego lento. Allí no venía nadie más. Uno de esos días, a última hora de la tarde, aparecieron dos tipos alemanes. Era Werner con un amigo suyo. Vino directo a por mí. Le gustó lo que hacía. Vine para España y se puso en contacto conmigo. El amigo de Werner me compró unas quince piezas y él me propuso hacer una exposición en su galería de Munich. La galería Svetlana. Hicimos la exposición, pero no hubo continuidad. Pasaron unos años y, en ARCO, en Madrid, me encuentro de nuevo a Werner. Yo ya tenía el taller en un piso de Valdemoro. Vienen a verme. Entre él, Svetlana, y su sobrino, que vive en España, se llevaron unas veintitantas piezas. Parece que ahora, sí, iba a haber continuidad. Y, de repente, me llegan noticias de que Werner ha muerto.
Fue entonces cuando comenzaste con Maeght.
Sí, aproximadamente. Y, cuando estábamos a punto de terminar el milenio, me llegan noticias de que un señor alemán se había pasado por la galería Maeght en Barcelona, donde tenía mis obras, y que se había llevado unas piezas mías bastante grandes. Era Werner y seguía vivo. Justo después, se pone en contacto conmigo y me explica que habían sido unos años difíciles para el arte, pero parecía que comenzaban a surgir nuevas oportunidades y él conocía a gente en el banco ABN-AMRO en Monte Carlo. Esto fue en torno al año 2000. Cargo material en una furgoneta y nos vamos a Mónaco. Hicimos la exposición en un banco que no estaba preparado para ese tipo de historias. Pusimos las obras por pasillos y oficinas. Las condiciones no eran las idóneas. Pero Werner era un fenómeno. Cada día llamaba a un amigo y le vendía dos o tres piezas importantes. Me hospedé en su casa de Grasse, en Francia. Werner tenía casas por todo el mundo. Por la tarde, cenábamos en su casa y me contaba cómo había ido el día o me llevaba a casas de familiares y amigos. Gente con una cantidad de dinero increíble. Cuando estábamos a punto de terminar la exposición, me invitó a ver el jardín japonés, que está detrás del casino. Me llevó al jardín solamente para proponerme seguir con el negocio. Me vino a decir que él en Alemania y en Francia no tenía muchos amigos. Que donde él tenía muchos amigos era en Brasil. Si en Mónaco había ido tan bien, en Brasil podía ir incluso mejor.
¿Y os fuisteis a Brasil?
La primera vez que fuimos éramos novatos los dos. La exposición iba a tener lugar en el Museo Brasileiro da Scultura, en el MuBE. Luego han ido más europeos a exponer allí, pero, en su momento, fui un pionero. Contraté un contenedor, lo llené de obras, unas setenta y siete obras creo recordar, y lo mandé para Brasil, con dos meses de antelación. Pero el contenedor llegó a Santos, allí había huelgas, no conseguimos los permisos adecuados y no podíamos recoger las piezas. Yo había llegado a Brasil un mes antes de la inauguración. Monté un pequeño taller. Era de un amigo de Werner, que me dejó una casa con un jardín de miles de metros… con un montón de plantas exóticas. Allí empecé mi taller. Fui recogiendo chatarra, materiales, ferro velho que dicen ellos, y empecé a hacer obra allí. En portugués tienen dos palabras que se parecen mucho: lixo, que significa basura, y luxo, que significa lujo. Allí me decían que los artistas trabajábamos entre el lixo y el luxo.
Se acercaba la fecha de la exposición y el contendor seguía en Santos. Y nosotros sin poder rescatar la obra del contenedor. Habíamos hecho los folletos, habíamos hecho un pequeño librito de todo aquello, un catálogo. Para entonces, yo había hecho entre treinta y cuarenta piezas nuevas. No había más y no era suficiente. Y, a las diez de la noche del día anterior, nos llaman del puerto y nos dicen que liberan el contenedor. A la una de la madrugada, teníamos el contenedor en el MuBE. Contratamos a un grupo de cinco personas de allí, empezamos a descargar, empezamos a moverlo todo a unas salas inmensas. Imagínate el espacio necesario para las cien piezas totales de la exposición. Había que colocarlo todo y a la tarde siguiente era la inauguración.
Empezamos a trabajar y, de repente, se me quedan todos de brazos caídos. «Que tenemos hambre» me dicen. Hay un sitio en Sao Paulo, que se llama Casa Dos Pães, la casa de los panes, que abre toda la noche. Los monté a todos en un Fiat Palio, que es el coche que alquilé durante mi estancia allí, y los llevé a comer a Casa Dos Pães. No sé cómo me lancé, porque Sao Paulo es una ciudad grande. Se pusieron las botas y, una vez comidos, nos fuimos a montar la exposición. Terminamos apenas cinco minutos antes de la hora de la inauguración. Ya estaban allí las televisiones, la empresa patrocinadora… Yo me tuve que ir a duchar, a descansar un poco y se inauguró, un poco, sin mí (Juan Diego ríe).
Todo iba viento en popa.
Volvimos a hacer otras dos exposiciones en Brasil en los dos años siguientes, pero Werner ya no era el mismo. En verano de 2007, Werner me llamó desde Pekín. Estaban preparándose para las olimpiadas del año siguiente. Me dijo: «Esto es una maravilla. Aquí se necesita talento. Los chinos son muy buenos haciendo copias, pero hace falta gente como tú. Acabo de hacer sociedad con un amigo mío, un importador de acero, aquí en China. He pensado que vas a venir aquí, vas a hacer diseños y crearemos un taller donde haremos equis copias controladas por nosotros». Era el verano de 2007, el comienzo de la crisis y el trabajo en China me iba a venir bien.
Me fui a la embajada china a pedir permisos, a arreglar papeles… Werner mandó un cajón de obras mías a Pekín. Pero las noticias de Werner no llegaban. Empecé a preocuparme. Pasaron varios meses sin saber de él. Y, al final de ese verano, me llegan noticias de Sao Paulo. Me cuentan que a Werner se le ha declarado alzhéimer y que la aventura china había terminado. Ahora había que rastrear las obras enviadas y tardaron seis meses en serme devueltas.
Tengo un gran recuerdo de Svetlana y Werner Arnhold. Me trataron como a un príncipe. Mi negocio para ellos era una minucia. Pero ellos lo vivían. Tenían pasión por el arte.
También tienes obra repartida por España. Encargos y concursos públicos.
Sí. En Valdemoro tengo la Sopa de letras en la biblioteca Ana María Matute. En Pamplona tengo un guerrero, el Homenaje a Iñigo Arista, de casi catorce metros de alto. En Leganés, el Caminante, otra estatua de once metros. En Tudela, Navarra, una cabeza de siete metros en otra rotonda. Tengo obra por toda España. No solo en lugares públicos, también en hoteles y lugares privados. Se puede visitar mi obra en mi página web: http://juandiegomiguel.com/.
Sé que no es fácil hablar de la obra de uno mismo.
Está ya todo inventado. Sentimos, comemos, amamos, lloramos, odiamos igual que los griegos del siglo de Pericles. Dos mil quinientos años. Estamos en ese mismo punto. Ha habido alguna evolución, pero tenemos esas mismas raíces animales. A nivel corporal tenemos restos del animal que hemos sido. También seguimos teniendo instintos animales. Forma parte de nosotros. Está instalado en nuestro sistema de funcionamiento. A nivel humano, no hay nada nuevo bajo el sol. Lo único nuevo que hay somos cada uno de nosotros. Cada uno de nosotros es una combinación única. Irrepetible. Aunque nos hicieran clónicos seríamos desiguales por nuestras experiencias. Y eso es lo único que podemos aportar. Esa irrepetibilidad. Es lo que podemos aportar como algo nuevo. Y eso es lo que ha sido mi búsqueda durante toda la vida. Eso que solamente yo puedo aportar como novedad.
Siempre cuento una historia. Una vez, visitando el Museo Arqueológico de Madrid, había una vitrina con pequeños vasos perfumeros griegos de, aproximadamente, un palmo de altura. Muchos de ellos tenían unos dibujos artesanales sin ninguna trascendencia. Pero había uno, representando a una mujer de cuerpo entero vistiendo una túnica, de una sensibilidad, de una belleza… ¿Qué había puesto el tipo aquel que había decorado ese vaso perfumero? ¿Qué había puesto para que dos mil años después aquello siga tan vivo, tan vibrante, te llegue tanto? Eso es el arte. ¿Qué estoy haciendo yo? Yo estoy haciendo objetos dentro de los cuales intento encerrar un espíritu que, cuando comienzo, desconozco. Ese espíritu casi elige el cuadro. Y mi misión es tener la vista para saber que está. De pronto, estás trabajando y te das cuenta de que ha llegado. Se ha instalado en ese objeto. Y cuando se ha instalado, ya está. Esa es la obra. Has encerrado un espíritu en un objeto que va a estar siempre ahí. Dentro de doscientos años, llegará alguien y podrá verlo. El artista tiene una intuición. Va ubicando las cosas. Ha estudiado, tiene la técnica y, en un momento, ve el camino. Y la pieza acepta unas cosas y no otras.
Intento que mis obras no necesiten una explicación. Ni ahora ni dentro de doscientos años. Se tienen que defender ellas solas. Hoy en día, parece que la mayoría de las piezas de arte necesiten ser explicadas, necesiten un papel al lado defendiéndolas con una teoría artística u otra. Eso lleva a la especulación. ¿Qué va a quedar de todo ese vendaval? Eso lo veremos. Con el tiempo, quedará lo que tenga que quedar.
He visto que utilizas todo tipo de materiales.
A veces, parezco, más bien, un chamarilero. En mi taller hay de todo. Utilizo, sobre todo, materiales de desecho y aquí, en el polígono, se deshacen de muchos materiales. Yo no voy hurgando por ahí. Tengo un rádar que he ido desarrollando con los años y, cuando veo algo, imagino que me va a venir bien para mi obra. Utilizo muchos materiales: caña, platos, maderas, plásticos, ceras, marcos, esmalte sintético, pinturas.
Cualquier material que no sea perecedero es candidato a formar parte de mi obra.
Texto_Fernando Martín Pescador
Fotografía_Ncuadres