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Entrevista con Santiago Lorenzo

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Estar en Babia. Quien se fue a Sevilla perdió su silla. Irse por los cerros de Úbeda. Fuenteovejuna, todos a una. «Palante» como los de Alicante. Tomar las de Villadiego. Estar entre Pinto y Valdemoro. Nuestra localidad no solo pertenece a la élite de ciudades que forman parte de famosas expresiones idiomáticas españolas. Nuestra localidad, Valdemoro, es también, para sorpresa de muchos, una ciudad literaria. Cervantes paseó por sus calles. Durante la Guerra Civil, Miguel Hernández utilizaba su oficina de correos para gestionar su correspondencia. En Valdemoro nació el primer occidental que escribió un tratado sobre la lengua y cultura chinas. En Valdemoro nació el cronista que narró, por primera vez, la historia de Colombia y Venezuela. En Valdemoro vivieron Mariano José de Larra y Pedro Antonio de Alarcón.

En el siglo XXI, Valdemoro sigue siendo una ciudad literaria. En 2015, el escritor Santiago Lorenzo basó gran parte de la acción de su novela Las ganas en nuestra localidad. El protagonista, Benito, vive cerca de Chamartín, pero tiene su laboratorio en la calle General Martitegui, 24 y compra el pan en la vecina panadería Sánchez, en Ruiz de Alda, 17. La revista de Valdemoro no podía dejar pasar esta oportunidad para acercarnos a uno de los autores españoles más interesantes de los últimos años. Santiago Lorenzo comenzó su andadura artística en el cine, ganando un premio Goya en 1995. En 2010 publicó su primera novela.

¿Recuerdas cuándo comenzó a gustarte escribir? ¿Recuerdas qué pensaban de tus redacciones tus profesores de Lengua en el instituto?

Qué va. Y mucho menos, cuando comenzó a gustarme dibujar. Lo que sí recuerdo es cuando empecé a pensar que me gustaría abrasar a alguien con las cosas que había escrito. Empecé a escribir una novela cuando tenía quince años. Y cuando había contado todo lo que tenía que contar solamente había llenado veinte miserables folios. Me sonaba que una novela tenía que tener más páginas y me pareció que jamás podría pasar de treinta o cuarenta. Un poco más tarde, ya en el instituto, como mencionas, tuve la suerte de conocer a dos profesores que eran una bendición del cielo. Uno era Antonio Sánchez, de Lengua. Yo quería montar una obra de teatro y el tío, un audaz, me dejó 6000 pelas (6000 pelas era una pasta en 1984) para el montaje. Pocas veces me he encontrado un gesto de irresponsabilidad tan desbocado. Debo decir que aquello (se titulaba Theatrica) se estrenó y que se las devolví. Pero me sigue admirando esa temeridad. El otro era Roberto Calvo, de Literatura. Se empeñó en que el instituto respaldara la creación de una revistita literaria que empezamos a hacer entre cuatro (uno de ellos era Ginés García Millán, el actorazo). Me consta que Roberto Calvo se granjeó sus problemas con parte del profesorado por sacar aquello. Se llamaba Papeles Nuevos, y era fantástico escribir allí.

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Estudiaste Imagen y guion en la Universidad Complutense y Dirección escénica en la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático) de Madrid. En 1992 creas la productora El Lápiz de la Factoría, con la que diriges varios cortometrajes. Uno de ellos, Manualidades, es nominado a los premios Goya en 1993.

Me gustó mucho estudiar Imagen (ahora creo que la carrera se llama Comunicación Audiovisual) en la Complutense. Era una facultad con una fama horrorosa, porque no se veía una cámara o un foco ni en dibujo. Pero a mí me encantaban aquellos profesores ensimismados con que si la teoría de la imagen, la comunicología y la psicología social. En la RESAD flipé con lo de trabajar con los actores. Pero flipé, vamos. Lo que pasa es que todo aquello lo metí en el cine, en vez de en el teatro. Me monté El Lápiz de la Factoría para producir mis cortometrajes. Muy poco dinero pero muchas ganas, por parte de mucha gente de Valladolid. Valladolid fue para mí como unos estudios donde había de todo: actores a docenas, con un acento inédito en el cine. Localizaciones sin límite. Gente para ayudar tras la cámara. Entre ellos y una panda de monstruos talentosos de Madrid, que sabían manejar los trastos, hicimos ocho cortometrajes. Fue una pasada. Y los cortos, mayormente, pues funcionaban. Manualidades me dio muchas alegrías. Va de unos niños que montan un grupo de cine en la clase de manualidades. Es un falso documental. La Academia de Cine lo nominó al Mejor Corto Documental, debe de ser que se lo tragaron como tal. Debe de ser que el efecto de reportaje, aunque se daban pistas suficientes para entender el filme como una ficción, estaba conseguido.

Y en 1995 produces Caracol, col, col, con el que ganas el premio Goya al Mejor Corto de Animación.

Producir Caracol, col, col fue una gran idea. La cosa de producir un corto con cachivaches y personajes de plastilina siempre me había seducido. Conocía al director y animador Pablo Llorens de verle en festivales, y ya tenía comprobado que era un genio de la animación foto a foto. Le propuse hacer esto juntos, y accedió. Producirlo me valió para conocer más a Pablo, que sigue siendo un gran amigo. Yo quiero creer que somos medio primos, porque casi hasta tenemos el mismo apellido (él en versión valenciana y yo en versión castellana). No solo es un bestia animando muñecos: es un extraordinario guionista, un director global al que le interesan todos los aspectos del cine. La verdad es que con el corto nos fue muy bien. Trata un caso de violencia doméstica, y es impresionante cómo Pablo mueve los personajes de plastilina, los tiempos, los gestos, todo.

En 1995, escribes y diriges la película Mamá es boba.

Empecé a escribirla en 1995, y se estrenó en la SEMINCI (la Semana de Cine de Valladolid) en octubre de 1997. Fue un verdadero cirio, porque la tuve que producir yo. Pero me encanta haberme metido en ese cúmulo inmenso de problemas. Conocí a algunas de las mejores y de las peores personas con las que he tratado jamás. Se trata de una historia ambientada en Palencia, con un niño metido en problemas de bullying cuya madre empieza a trabajar como limpiadora en una televisión local recién creada. La madre se va a convertir en una especie de estrella televisiva comarcal porque todo el mundo se ríe de ella (aunque ella ni se entera). El hijo lo ve todo, y se ve forzado a ocultar su filialidad. Vergüenza ajena, medios de comunicación, infancia adultizada y adultez infantilizada, de eso va. La gente de Palencia y de Valladolid se portó fenomenal, y hubo problemas muy serios para acabar de pagarla. Pero todo eso se consiguió, gracias en última instancia a la gran Marta Gerrikabeitia. Y problemas más serios para distribuirla. Nunca me olvidaré de ese tío que se llamaba Enrique González Macho. Se supone que era el distribuidor del cine de autor, el osado hombre a favor del creador, el romántico adalid del cine arriesgado. Me dijo, textualmente: «No te voy a distribuir la película porque has hecho en ella lo que nunca se puede hacer en cine. Hacerla como te ha salido de los cojones». Tengo conceptualizado ese episodio como una de las muestras de hipocresía y falsedad más grandes que me encontré jamás. Y sí, hice la película como me salió de los cojones, y estoy determinado a seguir haciéndolas así. Supongo que él, que las hará como le manden, seguirá somatizando su esclavitud en la cara picada de viruelas que llevaba. A pesar de todo, y merced a una pequeña distribuidora, Mamá es boba se colocó en ocho pantallas. Para entonces, la explotación de las salas en España ya estaba en un grado de corrupción pestilente, con el asunto de la compra de entradas por parte de las productoras grandes, como se destapó algunos años después (también en esa jugada sucia aparecía el nombre de González Macho). Vamos, que no nos dejaron jugar en esa timba. Retiraron la película cuando la gente estaba entrando a verla (porque el negocio de muchas salas estaba en cualquier sitio menos en que la gente entrara al cine). Dios, qué de cosas ocurrieron. Buenas y malas. Suelo acordarme de las buenas, no obstante.

Ocho años más tarde, en 2007, escribes y diriges Un buen día lo tiene cualquiera.

Es una película de la que abomino. No considero que sea mía, y me llevan los diablos cuando me acuerdo de que es mi nombre el que figura firmándola. Fue una experiencia nefasta, teniendo que hacer lo que una productora de desorientados ordenaba. Andaba por medio Tele5, una ridiculez infame. Era todo lo contrario a lo de los cojones del siempre sudoroso González Macho. Era tener que estar a expensas de lo que dijeran en la compañía, lo que a mí me provocaba arcadas de la mañana a la noche. Había gente extarordinaria trabajando en ella: Juan Antonio Quintana, Ana Otero, Eduardo Gijón, María Ruiz… Actorazos, personas excepcionales. Y técnicos entregaos, talentosos, majísimos. Pero como no sabíamos nadie a qué atenernos por las intromisiones constantes de la productora, aquello quedó como quedó. Y me fastidia, porque podía haber quedado una cosa majísima. En Mamá es boba todo eran problemas de pasta. Aquí no había de esos. Y, sin embargo, estoy seguro de que hacer Mamá es boba fue mucho, mucho mejor, que hacer (si es que la hice yo) la película esa de la que usted me habla. La productora, por cierto, se fue a la mierda. Normal.

Y, de repente, en 2010, publicas tu primera novela, Los millones. Le seguirá Los huerfanitos.

Claro. Harto del cine y de las mamonadas que tuve que aguantar, me cambié de tercio. Decidí que me iba a dedicar a contar las cosas que yo quisiera y como yo quisiera, sin esperar a nadie. Todo tendría menos brillo, porque el cine es una cosa rutilante y la literatura es ocupación más oscura y más escondida. Pero a mí la rutilancia siempre me ha dado muy igual, y más aún puesta en balanza con la libertad  de actuación. Cogí los guiones que nadie me quería producir y empecé a «dirigirlos» en forma de prosa. Todo me cambió como de la noche al día, y todo para bien. Di con Blackie Books, la editorial de la que no pienso moverme, y allí encontré a una gente que quiere cada vez propuestas más radicales, menos adocenadas y más chaladas, sin importarles lo que pase.

En 2015, llega la novela que provocó esta entrevista. Una buena parte de la acción de Las ganas tiene lugar en Valdemoro, entre la calle Ruiz de Alda y General Martitegui, 24.

Para Las ganas me hacía falta un emplazamiento que distara mucho de Chamartín, lugar de residencia del protagonista, para que el pobre se viera obligado a cubrir largas distancias para ir a trabajar. Pensé que si la localización quedaba fuera de Madrid, pues mejor. Me acordé de Valdemoro. Había estado en dos ocasiones: una, en la cárcel, dando una charla sobre cine para los internos. Otra, en el polígono Valmor, por un trabajo de carpintería que nos encargaron cuando mi socia Mer García Navas y yo teníamos un taller de decorados y maquetas. Componiendo la novela, me fui para Valdemoro. Me dediqué a callejear y encontré el sitio donde colocar la empresita química de Benito Bernal, el protagonista. Esto es, en General Martitegui, 24. Había una funeraria (es de suponer, ficticiamente, que se abrió tras el cierre de la empresa del protagonista), lo que me gustó mucho.  Y quedaba muy cerca de una panadería, la panadería Sánchez, en el cruce de General Martitegui con Ruiz de Alda, lo que permitía que ocurrieran las muchas cosas que pasan después allí. Para mí, Las ganas siempre ha sido mi novela favorita. Es de la que más orgulloso estoy, por mucho que no sea la más demandada por los lectores.

En Las ganas, una de las protagonistas principales, sufrió acoso escolar, un tema que ya habías tratado con mucha sutileza en tu película Mamá es boba.

Es un buen punto de partida para dotar de background psicológico a un personaje. Un día habrá que escribir sobre un acosador, saltando al otro lado.

En 2017, publicas 9 chismes, una colección de nueve relatos cortos escritos entre 1994 y 2012, con ilustraciones de Mireia Pérez.

Hacer ese libro fue muy hermoso, una colección de cuentos breves con unas ilustraciones muy bellas. Lo sacó Autsaider, una editorial especializada en cómics que con los asombrosos ensayos Villa Wanda y Ummo, de Eduardo Bravo, empezó a publicar libros de otros géneros. La página de Autsaider es divertidísima, siempre recomiendo mirarla. Yo tenía sesenta o setenta cuentos escritos a ratos. Ellos propusieron seleccionar unos cuantos y editarlos. Fuera de los textos, que no puedo juzgar porque son míos, el libro les quedó maravilloso, con una tapa dura y dorados por todos lados. Los relatos son cortitos, muy variados, y escritos con mucha diferencia temporal, como dices.

Tu último libro, Los asquerosos (2018), recibe muy buenas críticas y es muy bien recibido por los lectores.

Sí, ya ves. Nadie nos lo explicamos. Yo, el que menos (que Jan Martí, el editor, creyó mucho en este libro desde que recibió el manuscrito). Me parece muy divertido que esta editorial realmente independiente, suelta, libertina y sin los recursos de las dos grandonas, coloque un libro en la lista de los más vendidos. Sin que nadie hayamos tenido que hacer concesiones y con un presupuesto para publicidad que se puede decir que no existe. Créeme que es la parte que más me gusta de la acogida que está teniendo la novela, porque yo a efectos personales  tampoco me estoy enterando de mucho (vivo muy apartado). No me cansaré de agradecer esta receptividad, pienso morirme agradeciéndola.

En toda tu obra destaca un gran sentido del humor. Un sentido del humor que es, además, muy personal.

No sé muy bien de dónde sale. Supongo que tengo tendencia a reírme de las cosas, como todos los tristones. Lo que sí sé es que es muy satisfactorio oír eso que dices. Saber que hay gente que se lo pasa bien leyendo las cosas que escribo, o que incluso se ríen, me gusta mucho. Mi agradecimiento a todos ellos. Es muy difícil que yo me ría viendo una película o leyendo un texto, así que se lo agradezco todavía más.

Otra de esas características que acompañan a toda tu obra es un surrealismo que empleas tanto para acicalar ese sentido del humor como para acentuar el dramatismo de la escena.

Yo no soy consciente. Escribo las cosas que se me van ocurriendo como buenamente puedo. En todo caso, y a la vista de las cosas que se ven, va a haber que ir pensando en quitarle lo de sur a surrealismo

Háblanos de tus próximos proyectos.

No tengo ninguno. Escribo cosas, pero por ahora no me entusiasman. Eso sí, el día que publique lo próximo, será porque he escrito algo en lo que creo con toda convicción. Al menos habrá un tío (yo) al que le parezca que eso merece mucho la pena leerse. Si no, ni me molesto en publicarlo.

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Benito Bernal (dentro de la novela de ficción Las ganas, de Santiago Lorenzo) inventó el mocardo, un producto químico que revitaliza y fortalece la madera, haciéndola resistente e, incluso, inmune a todo tipo de invasión parasitaria o de adversidad climática. Todo ello ocurre en su pequeño laboratorio de la calle General Martitegui, 24. En Valdemoro, ciudad literaria, para sorpresa de muchos.

Texto_Fernando Martín Pescador

Fotografía_Ncuadres