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Jorge Bermejo, el último torero de Valdemoro

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«Para enfrentarte a un toro no hay que tenerle ningún miedo a la muerte»

Tradición y modernidad se han considerado a lo largo de los últimos siglos como conceptos antagónicos. La llegada de la modernidad a Occidente supuso una ruptura con las construcciones sociales y hábitos de los individuos, imponiendo una dicotomía entre lo anterior y lo actual.

Como proceso y como proyecto, la modernidad solo ha surgido de manera autónoma en Europa y en cierto sentido en los Estados Unidos. Para el resto del mundo, y específicamente para América Latina, los procesos de modernización establecieron un diálogo diferente con la tradición. Además, recientemente se ha sostenido que los procesos de modernización no se producen en el vacío, sino que se desarrollan en sociedades y culturas que los re-crean y re-interpretan.

La revisión de la tradición respecto a la época contemporánea es un ejercicio que todas las sociedades acometen constantemente. Poner en valor el conocimiento de la experiencia y de lo que perdura en el tiempo frente a los nuevos hábitos crea posicionamientos muy diferentes y divide a la sociedad en debates más que necesarios para su progreso.

En esta ocasión tenemos la oportunidad de hablar con Jorge Bermejo, el último torero de Valdemoro. Este valdemoreño que llegó con cuatro años a nuestro pueblo se ha criado en sus calles y, sobre todo, en un lugar muy concreto: la plaza de toros. De origen humilde, comenzó a trabajar muy pronto para ayudar a su familia, lo que le dotó de una madurez precoz. Con tan solo doce años comenzó a pisar el ruedo y poco después a recorrer los pueblos de la región para cumplir su pasión: tener un capote entre las manos.

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Jorge es la última generación de toreros de nuestra localidad, una figura que vivió el esplendor de la fiesta del toro y la decadencia hasta que hace ocho años desapareciera esta fiesta en nuestro municipio. Con su testimonio tenemos la oportunidad de conocer lo que un día supuso esta celebración para los vecinos de Valdemoro de los años 80 y 90, sus vivencias y las motivaciones que llevan a una persona a enfrentarse en numerosas ocasiones a la muerte de manera voluntaria.

¿Cómo era el Jorge de la infancia?

De pequeño era muy travieso y no muy buen estudiante. Empecé a trabajar muy pronto porque era el segundo hermano mayor en una familia humilde. Comencé trabajando de jardinero en el colegio San José; durante mucho tiempo también trabajé en el campo. Me he dedicado a todo lo que he podido: he sido zapatero, albañil, empleado de una tienda de discos, o incluso mozo de almacén en Simago y Johnson&Johnson. Mi vida siempre ha estado vinculada al trabajo. Cuando tenía tiempo libre me buscaba otro empleo. Creo que el trabajo es la base de cualquier persona, lo que te da para vivir.

Siempre cuentas que de pequeño te daban miedo los toros y sin embargo has construido toda tu vida alrededor de este animal.

Con cuatro años tenía un miedo terrible a los toros. El encierro pasaba por debajo de mi casa y yo me escondía debajo de la cama. Sin embargo, cuando pasaron los años empecé a ir a capeas y experimenté esa fuerza que te sube por el cuerpo sin saber muy por qué. Es una mezcla de miedo y satisfacción que es muy complicado de explicar, hay que vivirla. Que me cogieran los toros ha sido lo peor que me ha podido pasar, porque me ha conectado más con el toro. Andrés Vázquez, mi maestro, siempre me decía que en cuanto experimentara una cornada iba a saber si este mundo era para mí o no. Yo lo experimenté, y cada vez que me cogió un toro más me entró el veneno que me ha tenido enganchado hasta hace muy poco.

¿Por qué ser torero?

En un principio siempre me gustó el fútbol. Yo iba al colegio El Cristo y estaba en el equipo del Géminis. Sin saber por qué me fui metiendo en la plaza de Valdemoro con las vaquillas y me fue entrando la afición. Encontraba en los toros una satisfacción que no encontraba en ningún deporte. Me entró el veneno taurino y no podía dejarlo. Iba a las capeas a todas horas y por todos los pueblos a buscar esa satisfacción que solo se consigue teniendo miedo y valor. Creo que me vino la inspiración cuando me regaló Eduardo Albor mi primer capote. Él siempre fue mi segundo padre. 

Con doce años comienzas a adentrarte en el mundo del toro. ¿Cómo transitas ese proceso teniendo una familia detrás?

Fue un acto inconsciente. No hay que pensar, porque si piensas no lo haces. Con esa edad ya era un hombre y no tuve que dar explicaciones en mi casa, siempre me apoyaron en lo que decidiera. Ellos muchas veces no sabían ni donde estaba. Mi amigo José Manuel Ruiz, Pepe, y yo buscábamos en unos libros muy antiguos de la Comunidad de Madrid las fiestas de los pueblos y haciendo autostop viajábamos de pueblo en pueblo pidiendo poder torear. Jose y yo nos conocimos en el trabajo. A él tampoco le gustaban los toros, pero empezamos a juntarnos en la plaza portátil con las vaquillas. Entrenábamos en su casa, en el pozo San Pedro. Cuando viajábamos a los pueblos podíamos estar varias semanas fuera de casa. Al llegar a un pueblo nos ofrecíamos para torear en las capeas y a cambio nos invitaban a comer o nos daban un sitio para dormir. Los maletillas estaban muy bien considerados porque eran tíos valientes que se enfrentaban a lo que les echaran. La mayoría de las veces yo no tenía ni idea de qué iba a salir por la puerta. Nuestra vida era una aventura, éramos nómadas y apenas ganábamos cien o doscientas pesetas.

Has vivido la fiesta taurina de Valdemoro desde hace décadas. ¿Qué suponía esta fiesta para el pueblo?

Los toros eran un punto de encuentro social de todos los vecinos, para los que les gustaba y los que no. Valdemoro tenía la tradición taurina como todos los pueblos de la zona, había un maletilla o recortador que eran los que se juntaban para dar vida a la fiesta. Además, articulaban los festejos y hacían que no hubiera parones en la celebración. Lo primero que se celebraba era el encierro con los cabestros y los toros de la corrida. Después del encierro se celebraban las novilladas picadas o corridas de toros. Después de la corrida de toros, por la tarde, se soltaban vaquillas para que aquellos que no sabían tuvieran la oportunidad de adentrarse en el mundo del toro. Por la noche, después de la actuación, todo el mundo iba a la plaza para el toro de capea. Los sábados se celebraba el toro del aguardiente. Se hacía un triángulo con los botijos de anís y se soltaba un toro. Si querías beber tenías que meterte dentro. En esta fiesta también se daba una chocolatada con churros y porras. Yo era de los pocos que se metía en el triángulo con el toro porque era muy difícil salir. En definitiva, los festejos taurinos hacían que todo el pueblo estuviera junto todo el fin de semana que duraban las fiestas. La fiesta del toro continuaba fuera de las fiestas patronales. En la fiesta del Cristo de la Salud y el Día de las Fuerzas Armadas también se soltaban varias vaquillas.

¿Qué supuso la apertura de la plaza de toros fija en el año 92?

La apertura de la plaza supuso de alguna manera el comienzo de la decadencia de la fiesta en Valdemoro. Yo comencé a torear en la plaza portátil que se instalaba en la ermita del Cristo de la Salud. Por los materiales y el tipo de construcción, las corridas se vivían mucho más. Cuando el toro arremetía contra las tablas, toda la estructura resonaba y eso generaba euforia en el público. Además, el encierro se convirtió en una línea recta donde los toros tardaban 35 segundos en llegar a la plaza. Los encierros son la parte más social de la fiesta y es bueno que sean revirados porque generan anécdotas. La plaza portátil también conservaba todos los oficios, unas veinticinco personas trabajaban prestando servicio, mientras que la plaza nueva hizo que el trabajo fuera más cómodo y automatizado, quitando personal y haciendo de la fiesta un evento más rápido.

¿Nunca quisiste llegar a ser matador?

La gran diferencia que hay entre el Cordobés y yo es que ambos hemos hecho mil peripecias por plazas de toros desconocidas, pero él quiso vestirse de matador cuanto antes. A mí me daban miedo las luces. Andrés Vázquez siempre me animó a que diera el salto porque tenía el valor para ser un gran matador, pero a mí la gente no me gustaba. Cuando eres matador la gente paga por verte torear y eso se convierte en exigencia del público. Nosotros íbamos a las plazas a ofrecer espectáculo a un público que no esperaba nada a cambio, y eso les hacía ser mucho más agradecidos. Ver al público disfrutar era nuestra máxima satisfacción, y acumular experiencias en capeas era nuestro único propósito.

¿Qué cicatrices te quedan de tus periplos en el ruedo?

Tengo dieciséis cornadas y muchas fracturas; han sido los momentos que más han impulsado mi carrera. Las cornadas no duelen, el cuerpo se llena de energía como un volcán y pierdes el miedo. El torero bravo que sufre una cornada, si puede, se levanta y sigue toreando, porque está caliente y lleno de euforia. La peor experiencia que he tenido fue cuando un toro se cayó encima de mí y me fracturó diecisiete costillas. Cuando me levanté me acerqué a las tablas, me limpiaron y pude hacerle dos recortes más que pusieron la plaza en pie. El problema que tenemos los toreros es que nadie más sabe hacer lo que nosotros hacemos y estamos ansiosos por recuperarnos para seguir ofreciendo disfrute a la gente.

Es curioso que el mismo motivo que te anima a volver al ruedo es el mismo que te hizo no crear una carrera como matador de renombre. ¿Qué relación mantienes con el público?

El público es muy diferente dependiendo de la plaza en la que estés. Cuando el público conoce sobre el mundo del toro sabe si un toro es óptimo para una corrida o no. El problema que tenemos los toreros es que en ocasiones el toro no es válido para la lidia y el público, que no conoce, quiere faena igualmente. Pepe y yo nos habíamos forjado nuestra pequeña leyenda por los pueblos a los que íbamos y, personalmente, tenía miedo de quedar mal delante del público.

¿Cómo definirías tu toreo?

Me gusta que la gente pase miedo, que cuando salgan de la plaza tengan la sensación de haber visto una película de terror. Nunca he pensado dónde tenía la escapatoria cuando me ponía delante de un toro. Cuando el toro sale a la plaza me gusta que dé un par de vueltas para estudiarlo y conocer qué defecto trae, para torear de la manera que mayor disfrute dé al público. Me gusta estar cerca del animal, torear sin camisa y asumir riesgos.

Tu casa está repleta de piezas de toro de lidia disecadas. ¿Qué significa este animal para ti?

El toro de lidia es una maravilla de la naturaleza que ha nacido para la fiesta. Como animal es una bestia capaz de matar a sus propias crías y vacas. Es uno de los animales más afortunados; durante cinco años vive a cuerpo de rey con todas las comodidades que necesita un animal de estas características. Que disfrute de las mejores condiciones es necesario para que cuando llegue a la plaza sea un animal en plenas facultades en la lidia. Para mí es el animal más bonito que tenemos en España, y esa conjunción entre belleza y brutalidad es lo que más me atrae de este animal.

¿Por qué enfrentarse a un toro de lidia?

Probablemente por verte solo. En la vida puedes sentirte incomprendido, y jugándote la vida frente a un toro recibes ese reconocimiento de la gente a través del animal. El toro te aporta una conjugación de satisfacciones que no encuentras en ningún otro sitio y eso te hace encerrarte en él. Si tienes problemas y no valoras tu vida, tienes todos los ingredientes para entrar al mundo del toreo. En mi caso no había ninguna vocación previa porque en mi familia nadie ha estado relacionado con este mundo.

¿Qué relación tienes con la muerte?

Ninguna. Yo nunca pensaba en la muerte, porque si no, no sales. El torero que antes de salir a la plaza empieza a pensar en la mujer, el dinero, el coche y las propiedades nunca sale al ruedo. No te juegas la vida si lo piensas. Yo he antepuesto el toro por encima de todo. El toro no te va a engañar, y siempre te va a dar la misma satisfacción. Cuando te enfrentas a bestias de seiscientos kilos antepones la adrenalina a tu vida.

Dices que no estás orgulloso del primero toro que mataste.

No me satisface matar al animal, considero que es muy fácil matarlo y para mí es una traición. No me gusta tener ventaja sobre el animal; prefiero enfrentarme a una bestia que viene a cien por hora a por ti y estás a solas frente a él. Para mí el toreo es el arte de la dominación de una bestia, conseguir que ese animal que quería matarte acabe tan cansado que se rinda frente a ti.

¿Qué futuro prevés a la tauromaquia?

El ambiente taurino se ha muerto porque la gente ya no disfruta de los toros. Los toros no son los mismos que antes y el empresario solo busca el beneficio económico. El toreo moderno está muy alejado del toreo tradicional que a mí tanto me gustaba practicar. Los novilleros de la actualidad viven para matar más toros, porque eso implica ganar más dinero. Además, el dinero solo está en las plazas de primera, lo que hace que mucha gente no pueda tener acceso a la fiesta, y a ver torear a las grandes figuras nacionales. Hacer cuatro corridas al día y tener que coger un avión para poder llegar a todas hace que mates rápido, porque de lo contrario no llegas. Las nuevas generaciones entran a las escuelas con el traje y el novillo comprado, pero ninguna vocación. Antiguamente no había tantos toreros, y los que había toreaban por necesidad. Se jugaban la vida por cien o doscientas pesetas porque no se miraba el dinero sino la vocación por torear. A mí me gusta degustar la fiesta, trabajar el toro y sentir el animal. Yo necesito estar cerca del animal y no pasan más de quince días sin estar cerca de uno.

¿Cómo podría la tauromaquia seducir a las nuevas generaciones?

La tauromaquia está condenada a su fin en los próximos años. El mundo del toro prima el dinero sobre el arte centenario y las nuevas generaciones tienen una desconexión total con las experiencias que se viven alrededor del mundo del toro y que crean afición. Las instituciones también han decidido acabar con esta tradición, y es por eso que creo que no hay que hacer nada más porque se acabe, tiene los días contados.

Tu libro se titula El último torero de Valdemoro. ¿Cómo has vivido la desaparición de esta fiesta en nuestro municipio?

La desaparición de los toros en Valdemoro ha sido una cuestión política. Se han ido retirando paulatinamente fiestas concretas como el toro del chocolate, el toro del aguardiente o la suelta de vaquillas. Esto ha ido creando esa desconexión con las nuevas generaciones y la tradición se perdió por completo hace ocho años.

¿Qué relación mantienes con el mundo del toro una vez retirado?

Apenas tengo relación con el mundo del toro. No me gusta ver los encierros ni las corridas porque tengo que reprimir unas ganas muy fuertes de saltar y torear. Cuando voy a alguna ganadería me encanta estar con ellos. Soy practicante y mi tiempo ya pasó, es por eso que mejor prefiero estar alejado.

Jorge sale a las calles de Valdemoro y se encuentra con el que un día fue su público. Amistades, vivencias y charlas cotidianas llenan sus paseos por el centro de la ciudad. Su historia ligada a los astados se ha convertido en un cariño y admiración de la gente que todavía hoy siente cuando se para a hablar con los vecinos de toda la vida. «Yo quiero poder salir de casa y sentir el calor de mis vecinos, no ser un matador consagrado que vive aislado en una finca», concluye Jorge.

 

De su legado queda una casa que hace las veces de museo, pues en ella alberga un pedazo de historia de los festejos de Valdemoro, como carteles taurinos, una filmoteca de 2000 vídeos, más de 3000 fotos, libros, cuadros al óleo y naturalización de los toros de los que afirma: «Les debo los buenos y malos momentos que he pasado». El último torero de Valdemoro es la publicación donde inmortaliza la mayoría de sus periplos por las plazas de toros de toda la geografía española.

Texto_Sergio García Otero

Fotografía_Ncuadres

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