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Entrevista a Esteban Megía

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«Valdemoro era una gran familia en la que todos nos conocíamos»

Absoluta admiración. Esta es la sensación principal que experimento cada vez que tengo la fortuna de poder charlar distendidamente con alguien que ha vivido más de nueve décadas. Uno nunca sabe lo que le deparará el futuro, pero desde luego un deseo sería poder llegar a esa edad con la brillantez física y mental que poseen algunas personas.

Tengo la fortuna de poder experimentar esta sensación con bastante frecuencia gracias a Laurentino, mi abuelo, quien con 92 años no ha dejado que el paso del tiempo haya borrado innumerables recuerdos y nombres de personajes que se han cruzado en su vida. Para mí, una charla con él es tener la sensación de viajar en el tiempo, de poder degustar el lenguaje de su época, el contexto social en el que vivía, a qué le daban importancia y qué no la tenía. En definitiva, una experiencia vital que me siento obligado a perpetuar cuando ya no tenga la fortuna de disfrutarla desde su voz.

Una sensación similar me ocurrió al entrevistarme con Esteban Megía, un valdemoreño de 97 años que ha construido su vida en nuestro municipio y que hoy tiene la fortuna de contarnos con total brillantez todos los recuerdos que acumula de sus ochenta años en Valdemoro.

Usted es oriundo de Seseña, ¿cuáles son sus orígenes?

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Nací el 20 de diciembre de 1922 en Seseña, Toledo. Provengo de una familia humilde que vivía de la explotación de unas pequeñas tierras que teníamos y de los animales que criábamos. Soy el segundo de seis hermanos. Tuve la suerte de poder ir a la escuela hasta los 9 años. En ese tiempo aprendí a leer y escribir y nociones básicas de geografía, todavía recuerdo las lecciones en las que nos explicaban dónde nacían los principales ríos de España y cuáles eran las principales masas de agua. Aunque no dejé la escuela hasta los 9 años, como buen hijo de vecino, ayudábamos en la familia a labrar las tierras y a cuidar los animales que teníamos para comer. Ya fuera del colegio, estuve trabajando con mi padre en la siembra de maíz, remolacha, etc. En este tiempo aprendí todo lo que sé del trabajo en el campo, tarea que me ha acompañado toda mi vida a pesar de dedicarme a otros oficios.

Ha vivido prácticamente en su totalidad el siglo XX, uno de los más inestables políticamente hablando. ¿Cómo recuerda la llegada de la Guerra Civil?

Mi familia y yo estábamos viviendo en Seseña y nos advirtieron que los moros iban a pasar por la zona y arrasar con todo lo que vieran a su paso. Eran una lacra, destrozaban todo sin ningún miramiento. Para que te hagas una idea, a uno de mis hermanos le quisieron cortar un dedo para quedarse con un anillo que no valía nada, simplemente era dorado. Por este motivo decidimos abandonar las tierras y las gallinas, conejos y demás animales que teníamos en Seseña para marcharnos a un sitio en el que pudiéramos estar a salvo. Pasamos por Ciempozuelos e hicimos noche en San Martín de la Vega. Estuvimos viviendo en Valdelaguna durante cuatro meses hasta que nos marchamos a Villatobas. Llegamos a Villatobas para unos meses, hasta que pasaran los moros, y nos tuvimos que quedar tres años. Vivimos de alquiler en una casa vacía que tenía una familia pudiente. Estaba muy bien amueblada y estaba muy bien cuidada. La dueña de la casa se la confió a mi madre porque se fiaba de ella. En Villatobas nos recibieron muy bien, allí hice muchas amistades e incluso tuve una novieta cuando tenía quince años.

¿Allí vivió toda la guerra?

Vivimos toda la guerra allí y por suerte no hubo grandes disturbios. Constantemente veíamos pasar los aviones, trimotores los llamábamos, que bombardeaban todo lo que pillaban. Cuando pasaban empezaban a sonar las sirenas y todo el mundo se escondía en las cuevas que había en las casas. Uno de mis hermanos y yo salíamos corriendo y nos tumbábamos en las eras para poder sacar a la familia de la cueva si una bomba tapaba la salida. Mi madre detestaba que hiciéramos eso, tuvimos suerte y aquí estamos. Fueron tiempos muy difíciles en los que a la mínima acababas malparado. Con 16 años intentaron llevarme preso por venir de la zona roja, tuve la suerte de que un señor de pueblo, don Pepe, le echó la bronca al que me llevaba retenido y me soltó.

¿Cómo llega a vivir en Valdemoro?

Cuando terminó la guerra, toda la familia quiso volver a Seseña, donde habíamos vivido siempre y teníamos nuestras propiedades. Esos tres años fueron muy duros y cuando llegamos a Seseña todo estaba devastado. De nuestra casa no quedaba casi nada, los milicianos desvalijaban las casas para construir trincheras. Para que te hagas una idea, una sonámbula le dijo a mi padre que en nuestra casa había un tesoro, una pequeña herencia, que habían escondido; nunca la encontramos. Cuando volvimos nos dimos cuenta de que en la cueva había un escalera con un agujero que daba a un hueco vacío, alguien lo encontró en ese tiempo. Como no teníamos nada, mi padre habló con un primo que vivía en Valdemoro para ver si había alguna posibilidad aquí. Vinimos a hablar con el alcalde, don Finito, quien nos pidió una carta de buena conducta, que era, ni más ni menos, un documento que acreditara que mi padre no se había metido en problemas nunca. Lo conseguimos y el 15 de agosto de 1939 nos vinimos a vivir a Valdemoro.

¿Qué recuerdo tiene del Valdemoro de posguerra?

Aquí no había paro. La gente trabajaba principalmente en el campo, con los olivos, la cebada, el trigo, los melones y demás, y otra actividad que daba mucho trabajo en el pueblo era el yeso. Había por lo menos cinco o seis fábricas de yeso, y generaban puestos de trabajo. Aún así era un pueblo muy humilde, de trabajadores, donde no había prácticamente de nada, las calles no estaban asfaltadas y no había agua corriente. La gente subsistía como buenamente podía. Por suerte, en mi familia nunca pasamos hambre porque nos dedicábamos al trabajo de la tierra.

¿Cómo fue construir una nueva vida aquí?

No fue muy complicado porque teníamos familia aquí y pronto encontramos una casa de alquiler. Como te he comentado, aquí había mucho trabajo. Mi padre, mis hermanos y yo estuvimos trabajando para muchas personas. Durante una temporada trabajamos para los frailes Paules, tenían al menos nueve pares de mulas y muchos trabajadores que labrábamos los terrenos que había en lo que ahora es la calle San Vicente de Paul. También trabajamos para la marquesa Villa Antonia que tenía un par de mulas también. Todo el pueblo estaba rodeado de huertas y tierras de siembra que daban trabajo a los jornaleros. Al poco tiempo de estar aquí, cuando la situación política se calmó un poco, volví a Seseña para recuperar las tierras que habíamos dejado allí. Alguien las estuvo explotando ese tiempo que estuvimos nosotros fuera, pero llegamos y las empezamos a trabajar de nuevo. Recuerdo que dormíamos a la intemperie cuando las labrábamos. Un día, un señorito muy bien puesto pasó cerca de las tierras y se quedó mirando, creemos que era el que las estuvo explotando mientras no estuvimos. Nunca se atrevió a decirnos nada, le advirtieron de que los cacharros, como nos denominan a los de mi pueblo, podían ser muy problemáticos.

En La revista hemos hablado sobre uno de los restos más desconocidos de Valdemoro, la ermita de Santiago, ¿usted llegó a verla?

Por supuesto. Mi padre y yo bajábamos a la zona de la ermita de Santiago a plantar maíz. Toda esa zona estaba muy alejada del pueblo y la ermita estaba completamente abandonada, en ruinas. Por allí solo pasábamos los jornaleros que íbamos a trabajar el campo y los colegiales que bajaban a jugar por la zona y robar mazorcas para comérselas. Más tarde se construyó un cortijo en la zona y había jornaleros constantemente trabajando las tierras.

Valdemoro era un pueblo de varios cientos de habitantes, ¿cómo era la relación entre los vecinos?

Lo que más me gustaba del Valdemoro de esa época era precisamente eso, la relación que establecíamos entre todos los vecinos. Era una gran familia, o al menos así lo sentíamos todos. Para cualquier cosa que necesitaras siempre había alguien dispuesto a echarte una mano. Todo el mundo se conocía y era un placer andar por la calle porque sabías a quien te encontrabas. En aquella época había dos o tres tabernas en el pueblo, porque no había bares, en cualquier momento podías ir y sentarte a jugar con aquellos que estuvieran en ese momento, no era necesario que fueran tus amigos más íntimos. Con sacar algo de conversación bastaba para poder echar una buena partida y jugarse un litro de vino, que era lo único que había entonces.

El trabajo ocupaba el grueso de la vida de todos los vecinos, pero también había momentos de recreo. ¿a qué se dedicaba el tiempo de ocio?

Para la gente que trabajaba en el campo el ocio era muy limitado, pero algo había. Yo nunca fui un hombre de taberna, pero la gente se juntaba y echaba la partida. Todos los domingos la gente salía a pasear por la calle grande y era habitual pararse a hablar con los vecinos en la plaza del pueblo y la plaza de la Piña. El mayor momento de ocio que había y que más echo de menos eran las fiestas patronales. No tenían nada que ver con lo que hay ahora. Los días de fiesta la gente se unía mucho, había procesión y en la plaza se hacía un recinto cerrado con palos y había toros. En la misma plaza también se hacía el baile. La música siempre corría por cuenta de la banda del Colegio de Guardias Jóvenes, todo el mundo bailaba con todo el mundo. Eran una maravilla esos momentos que pasamos de juventud, una alegría para todo el pueblo.

En esa época los polillas del Colegio de Guardias Jóvenes paseaban por el pueblo vestidos de uniforme, ¿cómo era la relación con ellos?

Como saben los vecinos de toda la vida, de vez en cuando había rifirrafes entre algún polilla y alguien del pueblo, sobre todo en las fiestas. A pesar de ello, eran una parte más del pueblo, todas las tardes salían a pasear y los veías por el pueblo con su uniforme tan característico. Tanto entre los polillas como entre los guardias había muy buenas personas y muchos de ellos terminaron casándose con jóvenes de Valdemoro y se han quedado a vivir aquí.

Con el desarrollo ferroviario también vio una oportunidad laboral que no desaprovechó y que fue su oficio hasta la jubilación.

Allí donde había una peseta yo iba a por ella. Entré a trabajar en Renfe con el pico y la pala, nos encargábamos del mantenimiento y reparación de los tramos de vía. Pasé destinado a la estación del Norte, Príncipe Pio, donde trabajé como mozo de estación, limpiando la estación. De ahí pasé a un trabajo que ya no existe, mozo de frenado. En cada viaje de tren viajábamos ocho o nueve chavales que se encargaban de frenar los vagones cuando el maquinista lo pedía. Mi primer viaje lo recuerdo todavía, fuimos a Alcázar de San Juan, era el mes de octubre y nevó todo el trayecto. Ese trabajo se extinguió cuando los trenes mejoraron el sistema de frenado, y opté por ser mozo de almacén de Villaverde, estaba cerca de la familia. Allí estuve durante seis años trabajando en los almacenes hasta que pensé que yo podía optar a algo más. Salieron plazas para ser repartidor en la estación de Atocha y tras aprobar varios exámenes conseguí el puesto. Ese fue mi oficio en Renfe los últimos veintitrés años de mi vida laboral.

A pesar de tener un trabajo fijo en Renfe, no dejaste de trabajar en Valdemoro.

Mi trabajo en Renfe me permitía tener tiempo libre por las tardes. Toda mi vida la he pasado trabajando en el campo, es lo que mejor sé hacer y por eso decidí continuar haciéndolo en Valdemoro. Durante muchos años planté melones aquí. Para mí era un trabajo, todos los domingos me levantaba pronto en la mañana para ir al campo a trabajar. A las diez de la mañana volvía a casa para arreglarme y marcharme a Madrid con los «zorritos» para venderlos. Cuando volvía por la tarde me volvía a marchar al campo a trabajar. Con la venta de melones podía llegar a ganar algunos años más dinero que en todo un año en Renfe. Más tarde lo dejé para montar la funeraria de Valdemoro. Muchos me conocen como Esteban el de los muertos, por mi trabajo. Ese trabajo también era muy sacrificado, a cualquier hora tenías que estar disponible para los vecinos que habían sufrido la desgracia de perder a algún familiar. He dedicado toda mi vida al trabajo para que a mi familia no le faltara lo imprescindible.

 A partir de los años 60 Valdemoro experimentó su primer crecimiento importante gracias a la llegada de grandes empresas. La mayoría de los nuevos vecinos procedían de otras ciudades y pueblos de provincia. ¿Cómo fue su integración en una población con un carácter tan familiar?

Hubo una época en la que en Valdemoro veíamos muchas caras nuevas de gente que trabajaba en las grandes empresas nuevas, Anguita, Lamana. Todos venían de fuera, de Castilla-La Mancha, Extremadura y Andalucía, principalmente. Estos vecinos creo que se integraron muy bien en la vida del pueblo. Participaban de las festividades y los actos que se celebraban y el ambiente nunca se vio alterado. El pueblo creció, pero mantuvo y supo mantener su espíritu de pueblo. No puedo decir lo mismo con el crecimiento que ha sufrido Valdemoro después. Hoy, si paseo por Valdemoro, no conozco a nadie; primero, porque muchos de los de mi época ya han fallecido y, segundo, porque Valdemoro se ha convertido en una ciudad donde es imposible conocer a todo el mundo.

 El aumento de población e infraestructuras de Valdemoro es quizás el cambio más visible para la gente que lleva algunas décadas viviendo en la localidad. ¿Qué otros aspectos que no son tan evidentes también han cambiado?

Pues para mí, que me dediqué durante muchos años al trabajo del campo, uno de los cambios más grandes que he visto ha sido el clima. En Valdemoro era habitual que nevara al menos dos o tres veces en los inviernos, las lluvias era mucho más abundantes y fuertes. Un año llovió tanto que las patatas que había sembradas en los campos acabaron en el arroyo de la Cañada. En verano recuerdo tener que volverme con mi padre a casa a dormir porque dormíamos al raso en el campo después de trabajar y en pleno mes de julio podía helar sin problema. No tengo ninguna duda de que el clima de esta zona ha cambiado mucho. Todas las casas de Valdemoro también tenían una cueva. Muchas de ellas se han descubierto y se han tapado cuando el pueblo ha ido creciendo. En casa de mi suegra recuerdo que había una y ahí plantábamos champiñones. Mucha gente las utilizaba para conservar el vino y los alimentos. Algunas eran muy grandes, entraban hasta carros de caballos dentro.

Después de haber construido toda una vida en el municipio, ¿qué opinión te merece Valdemoro?

Valdemoro es mi casa, donde conocí a mi mujer, donde he criado a mis hijos y donde he visto crecer a mis nietos y bisnietos. Ha cambiado mucho y no voy a negar que me da mucha pena salir a la calle y no tener la sensación de que conoces a todo el mundo. Los tiempos cambian y nos hacemos mayores. Por suerte, mantengo mi casa aquí, la que construimos con nuestro trabajo, y disfruto de mi familia en ella.

Texto_Sergio García Otero

Fotografía_Ncuadres